jueves 10 de abril de 2014, 07:44h
Me asombra cómo se aplica en la simulación política el
ministro Montoro, el aplomo con el que manipula los balances oficiales y los
conocimientos de alquimia política que oculta en su despacho. Es muy capaz de
convertir en oro estadístico los apuntes presupuestarios que le facilitan sus
colaboradores, quedándose para él la fórmula magistral empleada en menesteres
tan extraordinarios. Viste muy bien el muñeco articulado de la recuperación y
tal apaño resulta muy conveniente en los tiempos que vivimos. Comparando el
ejercicio del 2012 con su correspondiente del 2013, sin añadir el rescate
bancario, sólo se ha reducido en dos
décimas el déficit público, incumpliéndose así los compromisos adquiridos con
la Comunidad Europea. De un parto tan doloroso, crispado de contracciones
sociales y alaridos de desempleo, ha nacido un ratoncito de dos décimas,
incapacitado para estabilizar nuestra deuda pública y liberarnos de tantísimos
prestamistas internacionales. Nuestro particular ginecólogo, ajeno al tamaño de
la criatura parida, contento como parece de su buena mano y dispuesto a eternizarse
en su cargo, promete asistirnos en nuevos alumbramientos.
Dos décimas no más, como dice la popular ranchera, para justificar tantos
sacrificios impuestos a la ciudadanía administrada. Todo lo hecho era
inevitable y cualquier alternativa foránea nos hubiera llevado a la indigencia
generalizada. Todo nos sabemos de memoria la letra de tan popular cantable: si
no hubiéramos hecho lo que tanto nos critican ustedes, ahora viviríamos
tutelados por la troica comunitaria y ya no existirían muchos de los beneficios
sociales de los que aun disfrutamos. Armado el tenebroso espantajo de la
intervención apocalíptica, bien ensamblado en la plataforma móvil de la
herencia recibida, todavía lo pasean entre nosotros, como si todos estuviéramos
circulando en una interminable procesión de Semana Santa.
Nunca se pagó tanto por tan poco. Las décimas que anualmente
se van restando al porcentaje de nuestro déficit público, esas que Montoro
almacena en su cajón de lo bien hecho, nos han costado un millón más de
parados, la emigración al extranjero de cientos de miles de trabajadores
cualificados, el recorte de servicios públicos esenciales, el copago de muchos
otros, una reforma laboral restrictiva y un debilitamiento peligrosísimo de la
cohesión social. Debemos lo que somos capaces de producir en un año y somos
más pobres que cuando Monotor juró su cargo. La coyuntura se nos presenta como
si todo estuviera ya bajo control, pero apenas se ha corregido la deriva
negativa de nuestra economía nacional. Cada subasta consumada de deuda se
anuncia como un éxito resultante de la
credibilidad recuperada, como una bicoca
a bajo interés que devolveremos en la otra vida y como un milagro vinculado a
las oraciones de nuestro Gobierno frente al altar de la prima de riesgo.
Afrontamos ya otra etapa electoral, estación primaveral que
transforma lo inalcanzable en posible, lo contraindicado en conveniente y lo
que era pernicioso en saludable. Ahora es oportuno combinar la austeridad sin
recortes con la rebaja de impuestos, las taquicardias que afectan el
crecimiento con la ocupación masiva de desempleados y la desesperanza con los
pronósticos triunfalistas de nuestros gobernantes. Así las cosas, cuando
terminen los fastos y tengamos que volver a la realidad de una economía
convaleciente, habrá que pagar un alto precio por las muchísimas décimas que
Montoro, o quien le suceda, recupere forzosamente. Avisados quedan.