viernes 11 de julio de 2014, 12:37h
Confieso en que
yo al menos -tal vez porque no soy parte- ya estoy absolutamente perdido en el
tema de la llamada inmersión lingüística; ya ni sé lo que ahora está en vigor,
lo que estuvo y se corrigió, lo que se corrigió y nunca estuvo, los decretos,
las sentencias, los recursos... toda esa guerra de la que han hecho bandera unos
y otros y que tanto daño está haciendo -imagino- a los estudiantes en Cataluña
sin olvidar lo que ocurre en Baleares. Ahora parece que el Gobierno quiere
sacar adelante un alambicado plan para que todos aquellos que quieran estudiar
en castellano y no puedan, lo hagan en un centro privado al que pagará la
Administración central para luego descontar esas cantidades pagadas de lo que
debe dar a la Generalidad catalana. La cosa resulta absolutamente complicada y
encima ya han dicho en Cataluña que piensas recurrir la medida por ilegal en
cuanto salga. Y seguimos.
Lo que no se
entiende es que aquí alguien se está saltando la legalidad y hay que recurrir a
estas complicadas argucias para que esa legalidad sea un hecho. Hay sentencias
del Constitucional que dejan claras las obligaciones de unos y de otros de
forma que sólo se trata de cumplirlas y hacerlas cumplir. Si las tales
sentencias se prestan a distintas interpretaciones, habrá que instar a que el
propio Constitucional se explique sin tener que recurrir cada quince días a
nuevos decretos que sólo provocan nuevos recursos que, a su vez, reclaman
nuevas sentencias. Y como tenemos el Poder Judicial que tenemos -del que se
podría decir aquello que de decía de las fincas de Extremadura, que es
"manifiestamente mejorable"- pues depende del Constitucional que toque para que
la sentencia se incline hacia un lado más que hacia el otro. Y no es una
cuestión baladí.
Escribía Félix
Grande: "sólo a ti y al lenguaje llamé patria..." Y es cierto que la lengua hace
patria pero no tiene mucho sentido en un mundo global esta guerra que no
conduce a nada porque no se puede imponer por la fuerza la realidad de un
sentimiento -como so se pudo evitar en tiempos dictatoriales- ni cerrar los
ojos a la verdad que no rodea. Estoy seguro que problema de la enseñanza en
catalán o en español es en la realidad cotidiana infinitamente menor de lo que
se nos dice y sólo una mínima buena voluntad por parte de todos salvaría esta
cantidad de problemas que, vistos desde fuera, parecen imposibles de
solucionar. Pero al final lo que choca no es la realidad de la vida sino dos
"ismos", dos nacionalismos que llegan en muchas ocasiones al ridículo como las
multas por no rotular los nombres de las tiendas en catalán o a la pérdida de
oportunidades como la obligación del doblaje de películas.
Al final sólo
cabe preguntarse si a alguien le preocupa la libertad de la gente más que la
obligación de la lengua. Pero parece que eso preocupa cada vez menos.