?Mamá:
quiero casarme con un político.
?¡Ni
se te ocurra hij@ mí@!
Esta
conversación imaginaria puede estar produciéndose en muchas casas de España,
cuando antes emparentar con un político era la de Dios.
Resulta
que con todo lo que está lloviendo sobre la corrupción, la ministra Ana Mato no dimite por ello, ni por su
nefasta gestión sanitaria, ni por otros errores o culpas propios, sino por
haberse beneficiado de los ingresos fraudulentos de su entonces marido, Jesús Sepúlveda, con la trama Gürtel.
Al
menos, eso se desprende del auto del juez Pablo
Ruz.
Por
eso me ha parecido acertadísimo el jocoso comentario televisivo de Ana Rosa Quintana: "Los políticos deben casarse en régimen de
separación de bienes". O no casarse, digo yo. Y ni siquiera mantener
relaciones sentimentales, añado. Véase, si no, cómo se le están buscando las
cosquillas a Tania Sánchez por un
contrato concedido a su hermano por el ayuntamiento de Rivas Vaciamadrid. ¿Se
lo habrían hecho de no ser la citada política novia de Pablo Iglesias?
No
es la primera vez, ni será la última, en que familiares hasta de cuarto grado
de los políticos no pueden dedicarse a los negocios sin generar sospechas y,
menos aun, presentarse a ninguna licitación pública ni contrato alguno con la
Administración.
El
recelo y la suspicacia alcanzan incluso a quienes han coincidido en alguna
fiesta con un político o se les ha visto tomando un café con él en la terraza
de un bar.
Resultan
lógicas esta prevención y esta desconfianza cuando tenemos a centenares de
políticos inculpados y muchos más bajo la amenazadora sombra de la corrupción.
No es disculpable que en nuestra historia siempre se hayan enriquecido los
dirigentes políticos a costa de los ciudadanos (véase el libro España: tres mil años de Historia, de Antonio Domínguez Ortiz). Ahora, en un
momento de vacas flacas, somos más sensibles y suspicaces que nunca frente a
pícaros, sinvergüenzas y corruptos.
Por
eso, la profesión de político ha pasado de ser un chollo a convertirse en una
infamia.