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Cuando una Infanta tozuda nubló un día histórico

sábado 13 de junio de 2015, 11:51h

Se adivinaba, pero no se tenía constancia impresa, la quiebra en la primera familia española. La Infanta Cristina logró nublar los titulares de un día que era objetivamente histórico, un día en el que se renovaba de manera inédita el poder local; lo hizo evidenciando el enfrentamiento con su hermano, el Rey, que la despojó del título de duquesa de Palma, tras la larga negativa de la imputada en el caso Nóos a renunciar a sus derechos dinásticos, que, por cierto, era lo menos que podía haber hecho para ayudar a la institución monárquica.

Sin embargo, si se me permite, y tras proclamar de nuevo y de antemano mi tendencia a una Monarquía, que sea democrática y susceptible de ser criticada, sobre una República en la que cabría mal una convivencia del presidente de un partido y el primer ministro de otro, creo que la institución que encabeza Felipe VI va a salir reforzada del lance. Primero, porque su gesto de autoridad creo que ha sido visto como un paso adelante en la lucha contra la corrupción; no cabe hablar de aristocracia –el gobierno de los mejores—cuando el título se enfanga, y más si el título está tan unido familiarmente al Monarca. Sospecho por lo que debe estar pasando la persona Felipe de Borbón: no es solamente a su hermana Cristina a la que se enfrenta, sino también a su propia madre y a su otra hermana, Elena, que toman inequívocamente partido por la desventurada y descarriada oveja casada con el corrupto. Ese sacrificio al Rey le engrandece y me hace suponer que la reina Letizia no debe andar ajena a la difícil (y acertada) decisión tomada por el jefe del Estado.

Y volvamos a la jornada histórica de este sábado, cuando partidos activa y claramente republicanos –el PSOE ahora no lo es, digan lo que digan su historia y sus proclamas—tomaron posesión de los ayuntamientos de cuatro de las principales ciudades españolas, y de otras ocho capitales de provincia. Contemplar este fenómeno desde el prisma de la dialéctica, hace muchos años no bien resuelta, Monarquía-República puede parecer quizá excesivamente ‘original’ y hasta oportunista, pero no lo es, a mi juicio, en absoluto. Me explico:

Creo que de muchos episodios partidarios en el pasado y, desde luego, del desarrollo de muchas negociaciones en los veinte días transcurridos desde las elecciones locales y autonómicas, cabe deducir la desunión que, a la hora de hacer Estado, califica a las fuerzas políticas españolas. A TODAS las fuerzas políticas españolas, y no me hablen de instaladas y emergentes. Solamente Ciudadanos, en algunos casos, y el Partido Popular, que ha salido como víctima de la nueva situación, parecen haberse preocupado un poco de garantizar una mínima gobernabilidad y coherencia, en el segundo caso básicamente porque le convenía. Aunque no todo, mucho de lo demás, las alianzas tri y hasta cuatripartitas ‘contra natura’, los saltos en el vacío, es algo que entraña un indudable peligro de caos, cuando menos.

Casi lo esperaba de Podemos y sus múltiples marcas. Contra lo que sugería el tremendismo de La Moncloa, les queda mucho techo por recorrer para llegar a gobernar a todos los españoles, creo. Pero me ha sorprendido que, en aras de procurarse un poder que por otra parte necesitaba tras los malos resultados electorales, el PSOE haya ido a por todas con tal de echar al PP de sitios en los que, como Vitoria, los ‘populares’ obtuvieron una votación suficientemente demostrativa de por dónde querían ir los electores. Me ha dolido este oportunismo táctico de los socialistas de Sánchez –Susana Díaz se ha comportado de otra manera--, porque sigo esperando de él que sea una verdadera alternativa a la situación de parálisis que, en no pocos aspectos, vivimos. Un Pedro Sánchez que va a salir sin duda reforzado de sus propias elecciones internas es algo que necesitamos; no como enemigo del PP, sino como complemento del partido gobernante allá donde está dejando huecos; no como aliado de Podemos, sino para embridar y restar poder a una formación que aún, ya digo, da muestras de inestabilidad y bisoñez, pese a los buenos resultados obtenidos, o quizá por eso. Tienen que aprender que del fracaso se aprende y del éxito se puede morir.

Y no crea usted que esta es una crónica de defensa de un PP que no ha sabido defender bastiones, procurar alianzas, poner en marcha cambios imprescindibles, frenar corrupciones y corruptelas y obstaculizar personalismos: lo de Valencia tiene explicación en una larga historia de desmanes, lo de Madrid-ciudad se justifica por el ‘aguirrismo’ rampante, lo de tantos otros lugares tiene su basamento en el inmovilismo de la principal fuente de poder en el partido gobernante y en sus reflejos locales. Cuando un descalabro electoral tiene lugar –y aquí ha tenido lugar, aunque se haya agravado con la mala reacción de los responsables ‘populares’--, es por algo. Y pretender que nada ha pasado es, simplemente, suicida.

Bien, pues, en mi opinión, todo ello fortalece, más que debilita, la institución que encarna un Felipe VI que dentro de cinco días celebra el primer aniversario de su llegada al Trono del Reino de España. Se hace, en medio del caos territorial promovido por los egoísmos regionalistas, por las torpezas de los representantes de la ciudadanía y por la pereza generalizada a la hora de reformar y producir leyes, cada día más evidente la bondad de contar con una institución colocada por encima de los avatares y coyunturas de la pequeña política. Capaz de visitar todos los territorios del Estado, de hablar todas las lenguas, de sintonizar con una mayoría de sensibilidades, más allá de las ‘derechas’ o ‘las izquierdas’ que algunos se empeñan, locos, en resucitar.

En medio de la barahúnda, a Felipe VI hay que reconocerle que no ha cometido un solo error, y sí varios aciertos, en estos doce meses de sucesión de un Juan Carlos I que sí se equivocó seriamente en mucho, sin llegar, no obstante, a perder del todo su popularidad. Con el Rey Felipe, esta popularidad de la Monarquía ha ascendido (dicen las encuestas) varios enteros, y su prestigio personal supera de largo al del político hoy más valorado, que es (ahora) Albert Rivera. El propio Pablo Iglesias no se cansa de repetir que, si Felipe de Borbón se presentase como candidato a la presidencia de la República, ganaría de largo. Yo propongo, por tanto, que esa elección nos la ahorremos, no vaya a ser que ahí también acabemos pifiándola y haciendo trizas lo mejor que tenemos, con perdón.


- Lea el blog de Fernando Jáuregui: 'Cenáculos y mentideros'


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