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Fiesta

domingo 10 de enero de 2016, 15:29h

En la misma penumbra del año viejo tenía cierta angustia y me refugié en Walt Whitman. Sus poemas sonaron en mi mente a la vez que las doce campanadas, esas que obvio cada año porque cada vez me siento más lejos del tumulto. Quise refugiarme del entorno chirriante y revuelto con los versos de aquel que quiso parecerse a Cristo o a Buda. No sé si lo hice porque la edad ya va apretando, o por el confuso exterior de desesperanza que los políticos no saben despejar, o quizá sobre todo por los sueños rotos de varias generaciones, anteriores a la mía, que tienen el inmenso “honor” de decir que viven peor que sus padres, algunas incluso que sus abuelos. A lo lejos también había un libro de Zygmunt Bauman. Lo abrí por cualquier parte y leí como se lamentaba por el destrozo o desesperación de las clases medias, vencidas en la misma batalla en la que el dinero ha destrozado a la política, que es casi como decir a la democracia en su aspiración al imperio de la igualdad y los derechos humanos.

Al mi lado, mientras las campanadas chirriaban en el televisor, estaban los poemas de Whitman. Pensé que esa ácida melancolía que siempre me invade el último día del año (no soy el único) la podría vencer con los versos del gran poeta americano, capaces de dar vida inmensa a lo más minúsculo, de plasmar la poesía con el enigma divino de la naturaleza. La riqueza interminable de sus poemas pasaba por mis ojos. Mientras, sonaban las fanfarrias del año nuevo. Afuera la noche estaba cerrada y algunos grupos de cantores se perdían por las esquinas. No podía dejar de sentir una profunda tristeza. Me volvía a preguntar si era por las ausencias, más palmarias en las efemérides, o por un desorden profundo, por una sensación imperturbable de nostalgia que nace cuando suenan los cohetes del mundo bramando por la felicidad impuesta.

Tu cuerpo es la luz que me hace entrar en ti, recordé ese verso de Adonis quizá deudor del americano mientras leía. Quería que también algo de sensualidad atenuara la extraña nostalgia. Y cuando sonaba la última campanada di raudo mis besos al año nuevo, y mientras el cava mojaba mis cabellos, seguí leyendo el libro de Whitman, por cualquier página. Todas las verdades esperan en todas las cosas, leí. Sentí que ese aliento de prisionero que no podía quitar de mis labios se diluía, que podía luchar con versos contra esa nostalgia oscura que esta fiesta me saca del corazón. Preferí beber versos a beber cava. Whitman para recibir al nuevo año. Y tengo que decir que me sentí mejor leyendo que una hoja de yerba no es menos que la trayectoria de las estrellas, que la zarzamora puede adornar los salones celestiales, y que la más insignificante articulación de mi mano pone en ridículo a cualquier maquinaria.

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