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La vida sigue igual

miércoles 30 de marzo de 2016, 08:17h

Concluyó la pausa de Semana Santa, los que se fueron han regresado a casa, acaban de regalarnos una hora más de luz natural y todo aquello que parecía novedoso se ha transformado en vida cotidiana. Vuelta a empezar, señoras y señores, no queda otra, aunque sigamos compuestos y sin gobierno. No parece, sin embargo, que una coyuntura tan singular inquiete excesivamente a la ciudadanía soberana. La mayoría silenciosa, esa que queda tan bien retratada en las encuestas del CIS, contempla el fenómeno con cierta despreocupación. Cualquiera diría que ya hemos pasado por una situación similar o que todos venimos al mundo democrático con la lección aprendida. Es obvio que no es así, por eso sorprende la parsimonia y la paciencia con las que afrontamos las idas y venidas de nuestros representantes.

El bloqueo persiste, cierto es, pero todo funciona con normalidad. Afortunadamente. Esa puede ser una de las dos razones fundamentales que explica tanta mansedumbre cívica. Tiempo habrá para cargar las correspondientes facturas en la cuenta política de cada cual, mientras tanto aquellos que tiran del carro cada día se mantienen firmes en el lugar que les toca. Los funcionarios tramitan los asuntos ordinarios que afectan al ciudadano, los administradores de lo público gestionan los recursos asignados, las fuerzas del orden garantizan nuestra seguridad, los jueces aplican las leyes, los gobiernos regionales asumen en cada comunidad autónoma las responsabilidades que la legalidad establece y las corporaciones locales prestan a los vecinos los servicios esenciales que precisan.

Con el paso del tiempo, entre todos, hemos levantado un armazón institucional muy resistente. Es posible que la obra se nos haya ido de las manos, de tan desmesurada y carísima de mantener como resulta, también es verdad que la carcoma de la corrupción y el parasitismo partidista ha debilitado su estructura, pero el edificio aguanta sin quebraduras aparentes la interinidad gubernamental que lo pone a prueba. Para evitar en lo posible parlamentos muy fragmentados y gobiernos débiles, los constitucionalistas de 1978 idearon una ley electoral basada en criterios de proporcionalidad corregida. La regla prima a los partidos mayoritarios y a las fuerzas nacionalistas en sus territorios históricos. Establecido así, nuestros gobiernos se han sustentado en mayorías absolutas o en mayorías relativas reforzadas con el voto de las minorías vasca o catalana. Agotada la formula, la voluntad popular ha querido todo lo contrario.

El cambio ha pillado, como vemos, a nuestros políticos con el píe cambiado. Mal asunto. Resulta sorprendente que la ciudadanía asuma la inestabilidad como si ya hubiera pasado por algo parecido y sus candidatos electos chapoteen en ella como patos mareados. Ahí radica, a mi juicio, la segunda de las razones que podría justificar la serenidad que se respira en todo el país. El Estado funciona y los españoles son mucho más maduros y responsables que sus dirigentes. Afortunadamente, ya digo, a pesar de los pesares, la vida sigue igual.

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