El presidente George W. Bush ya tiene un póster para sus próximas campañas políticas: la silueta de Sadám Huseín colgando del cuello, pendido de una horca. Puede ser la figura recurrente que justifique para la miserable historia personal de quien dirige Estados Unidos la guerra de Irak. No había armas de destrucción masiva; los terroristas islamistas no estaban en Irak, que ahora se ha convertido en laboratorio para todas sus batallas y Al Qaeda era una organización desconocida en donde ahora tiene sus bastiones, pero la ley del talión se va aplicara a un dictador que fue de interés para Estados Unidos en una época y ahora es solo un instrumento de su propaganda para colgar de una soga.
La ejecución de Sadám Huseín es además de cualquier otra consideración un boomerang que devolverá su imagen convertido en mártir de millones de musulmanes sunís que lo necesitan como icono en un momento especialmente complejo de las relaciones en el universo del Islam. La llamada que ha realizado el sátrapa condenado a muerte por el tribunal de un sistema que sostiene el Ejército de Estados Unidos constituye una extraordinaria yihad, que promete continuar y reforzar la campaña de atentados suicidas en un hemisferio de terror al que no se le ve ninguna salida.
Si a la política de Estados Unidos no le interesaron los millones de vietnamitas muertos en la guerra es difícil que le conmocionen los cientos de miles de muertos que ahora se contabilizan en Irak. Tampoco es motivo de crisis interna haber superado el número de soldados norteamericanos muertos desde la invasión a los ciudadanos fallecidos en las Torres Gemelas. La caldera de la opinión pública estadounidense necesita otro referente elemental para salir del paso en las encuestas. Ha llegado el momento de sacarle partido a la ejecución de Sadám Huseín como un símbolo suficiente para tratar de justificar el inmenso error de la guerra de Irak. A Bush le sirve este grabado sin importarle las consecuencias. El tiempo dirá.
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