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Con Allende en la memoria

Con Allende en la memoria

domingo 21 de septiembre de 2008, 01:58h
Salvador Allende no deja de asombrarnos. Como el Cid, continúa ganando batallas después de muerto. Y su figura se agiganta, año tras año.

No sólo porque ahora, en una votación virtual, a través de Internet, haya sido elegido como el chileno más grande de nuestra historia. Sino porque día a día podemos ver cómo se ha transformado en un símbolo universal de consecuencia extrema con las ideas que alguna vez decidió abrazar: la justicia social y el socialismo.

Entendiendo a este último como una ampliación incesante y progresiva de la democracia que debe también necesariamente proyectarse en una menor desigualdad entre las personas.

Es septiembre, y como es natural en este mes aciago y fulgurante, en el que se mezclan fechas de muy distinto signo para los destinos de la patria, la memoria nos retrotrae hacia el pasado y nos obliga a interrogarnos, una vez más, sobre él.

Tal vez lo primero que haya que decir es que el concurso organizado por Televisión Nacional, sobre un modelo de programa creado por la BBC, forzó muchas veces a las electores a definirse, en blanco y negro y sin ningún tipo de matices de por medio, sobre figuras que en ningún caso son antagónicas.

Tengo la impresión, por ejemplo, que Arturo Prat, el personaje elegido por grupos organizados de nostálgicos de la dictadura militar para ponerle la proa a la elección de Allende como el mejor de nuestros compatriotas, fue una arbitraria e infundada apropiación de un héroe nacional que no es patrimonio de sector político alguno.

Es más, si me apuran, yo diría que la biografía de Prat nos habla de un marino atípico, que no encaja con el molde de un reaccionario elitista, sino, muy por el contrario, alude a un uniformado ilustrado e interesado en los problemas sociales de su época. Un abogado humanista que se preocupó activamente por la educación de las clases populares, lo que le valió incluso el desprecio de algunos de sus pares.

Ahora bien, lo cierto es que si algo tuvo de bueno esta pulseada fue la de generar una suerte de revulsivo o catarsis que provocó opiniones muy polémicas. Ese tipo de opiniones a las que muchas veces intentamos disimular bajo una leve capa de buenos modales.

Estoy pensando, para no ir más lejos, en motes como los de “alcohólico” o “fracasado” que asomaron al debate público, ya no como excrecencias folclóricas de los foros de debate en la web, donde suele aflorar el rostro más primitivo de la intolerancia, sino en alguna infortunada cartilla de TVN, por la cual sus ejecutivos debieron después ofrecer disculpas.

Como sea. Lo concreto es que Allende tuvo, una vez más, una suerte de reivindicación póstuma que lo sitúa en el panteón de las personalidades que, de alguna forma, modelarían lo que se podría llamar el ser nacional chileno. Un panteón en el que, conviene una vez más destacarlo, no se puede operar con mentalidad de “reality”, según la cual destacar a unos vaya en menoscabo de otros.

El legado de Allende puede, sin duda, convivir absolutamente en paz con el de Manuel Rodríguez, José Miguel Carrera, Bernardo O’Higgins, José Manuel Balmaceda, Luis Emilio Recabarren o Pedro Aguirre Cerda, con cuya herencia se funde en una sola línea, coherente y consistente, a lo largo de dos siglos de vida independiente.

Pero hay algo más que vale la pena destacar. Y es que Salvador Allende no sólo está ganando la batalla simbólica que lo ubica como un referente indispensable en el imaginario del progresismo mundial.

En estos días hemos visto cómo la cumbre de Unasur en Santiago -donde nueve jefes de Estado de países latinoamericano establecieron una especie de verdadero “cinturón sanitario” para evitar una intentona desestabilizadora en Bolivia-, estuvo llena de gestos en los que se recordó la presencia y la fortaleza de los principios del Presidente mártir, a 35 años de su muerte.

La Presidenta Michelle Bachelet llevó a los mandatarios presentes, en la cita realizada en La Moneda, al recientemente restaurado Salón Blanco, donde se conservan elementos que formaron parte de las dependencias en las que trabajaba el primer Presidente socialista en Latinoamérica elegido a través de las urnas, en el edificio construido por Toesca.

Y allí se vivieron momentos de profunda emoción en los que se reafirmó el compromiso de bregar por la mantención de la democracia en Bolivia y vetar cualquier intento de desintegración territorial de ese país, lo cual es visto como una amenaza para la región en su conjunto.

“Se siente, se siente, Allende está presente”, pensaron tal vez en su fuero íntimo, desde sus diferentes visiones, mandatarios como Luiz Inácio Lula Da Silva, Hugo Chávez, Cristina Fernández o Evo Morales, al recorrer las oficinas de La Moneda.

Las mismas que hace tres décadas y media fueron estremecidas por el estruendo de un bombardeo inclemente, en un hemisferio trizado por el fantasma de la Guerra Fría y donde ningún país vecino podía acudir a poner paños fríos sobre la crisis, pues todos ellos comenzaban a sumergirse, con mayor o menor prisa, en los “años de plomo”.

Reconforta saber cuánto han cambiado las cosas desde entonces. Y en ese cambio de escenario el aporte de Allende no es menor. Su decisión de no salir vivo del palacio de gobierno asediado por los golpistas y las llamas, como último símbolo de la legalidad republicana, es una lección ética que no se puede ni se debe pasar por alto.

Quien amaba la vida como ninguno y construyó su lento ascenso político en base a la negociación y al diálogo, puesto en “un trance histórico”, optó por la radicalidad de la inmolación, sabiendo que con su ejemplo iba a probar que el compromiso asumido con su pueblo era más fuerte y perdurable en el tiempo que la efímera victoria de las armas.

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Pablo Correa S.
Periodista.
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