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Quién teme a Bourne

Quién teme a Bourne

miércoles 15 de agosto de 2007, 11:49h
The Bourne ultimatum
Director: Paul Greengrass. Guión: Tony Gilroy, Tom Stoppard, Scott Burns y Paul Attanasio; basado en la novela de Robert Ludlum.
Intérpretes: Matt Damon, Julia Stiles, Joan Allen, David Strathairn, Paddy Considine, Scott Glenn, Edgar Ramírez, Albert Finney.

El espía Bond pedía a gritos un sucesor en la gran pantalla que le bajara los humos tras los excesos increíbles, si puede decirse así, del ex estético Brosnan. Bourne parecía el adecuado, a pesar de que su alter ego, Matt Damon, no se caracterice en demasía por su expresividad ni por sus registros locuaces. Pero ya se ha convertido en todo un símbolo de la modernidad en lo que a películas de buenos y malos se refiere. Y con tres entregas en su haber ha sacado adelante una saga que no debe envidiar a nada ni a nadie.

No se trata sólo de intrigas palaciegas alrededor de la CIA o el Gobierno yanki, algo que siempre nos ha fascinado a base de tragarnos todo tipo de producciones así, sino de la continuidad de una historia que embauca al espectador gracias a la ambigüedad del personaje y la devolución al patrimonio palomitero de esas persecuciones infinitas –y bien hechas- en pos de la ‘verdad’. En este sentido, The Bourne ultimátum no defrauda, y eso que la previsibilidad de su guión, que repite en esencia el esquema, es infinita.

Jason, que parecía querer vivir en paz tras la muerte de su novia, regresa para culminar la búsqueda de su identidad perdida con ayuda de un periodista. Para ello, no tiene más remedio que dejarse ver de nuevo y poner en jaque a gran parte del complejo sistema de los servicios secretos estadounidenses. Esta vez, bajo el mando de un nuevo subdirector, el interesante David Strathairn. Un peón al servicio de las leyes antiterroristas que opera con órdenes estrictas del mandamás enigmático. Había que reponer, como en el súper.

Repiten, no obstante, Julia Stiles y Joan Allen, contenidas, correctas y amables ‘amigas’ del huído; caras conocidas que impiden que se pierda el hilo de la trama. Los demás son parte necesaria del circo: mercenarios, intermediarios, arrepentidos o visionarios. Unos con más motivos que otros pero igualmente sufridores de una alienación histérica que el director Paul Greengrass, que repite, critica de forma explícita. Algo que también hace, aunque con más suavidad, con los métodos salvajemente arbitrarios de la autoridad.

Pero hay un actor imprescindible que, sin ser de carne y hueso, marca profundamente el sentido del film. La cámara -su manejo nervioso, vertiginoso, que casi a ratos marea- da el toque definitivo a planos y secuencias imposibles rodados a lo largo de medio mundo, incluida una pequeña porción de Madrid. El zoom y los primerísimos planos constantes evocan sensaciones cruzadas de intimismo y experimentación que aportan enjundia de la buena a explosiones o peleas a priori corrientes. Acción con algo más, al fin. 

El acierto de Bourne, como icono actual del suspense, es que engloba las mejores cualidades de algunos antecesores. Está atormentado, como cualquier superhéroe de turno; no se apoya en la tecnología avanzada para ganar la carrera, sino que actúa al estilo MacGyver, con astucia y rapidez; y no es pretencioso, sobrevive. En resumen, es eficaz. Y pasea su suficiente credibilidad como una estrella más en la solapa que, junto a la de una banda sonora indeleble, ha logrado reventar, queriendo, miles de taquillas.

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