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La vida de Laura y la de su asesino

jueves 20 de diciembre de 2018, 07:41h

Brutal y horrible ha sido el asesinato de Laura Luelmo por Bernardo Montoya. Y tan brutal y horrible como ello resulta la comparación de sus vidas respectivas.

Si todos somos iguales al nacer, con los mismos derechos, luego es nuestra propia vida la que acaba justificando a unos y a otros. Y es imposible que Laura hubiese podido ofrecernos más con sólo 26 años.

Con un grado de Bellas Artes en Salamanca, pintaba y hacía caricaturas y había conseguido exponer en la Biblioteca Nacional de Madrid cuando no era allí más que una simple becaria. Aficionada a la fotografía e inquieta viajera, también era una culta navegante por las redes sociales. Docente de profesión, había hecho prácticas en sitios tan dispares como Valencia y la mexicana ciudad de Puebla, había trabajado en la educación concertada y, tras unas oposiciones, conseguido una plaza interina en Huelva.

Ya ven de qué futuro tan prometedor la han privado y cuánto ha dañado su verdugo, además, a una sociedad tan necesitada de talentos creadores, positivos y solidarios.

Bernardo Montoya, su asesino, en cambio, ha pasado la mayor parte de sus 50 años de vida en la cárcel y, cuando ha estado libre, se ha dedicado a hacer daño a los demás, desde su precoz adolescencia delictiva en la que él y su hermano amedrentaban a los compañeros de colegio, hasta su último homicidio. Condenado por otro hace unos años, también lo ha sido por robo con violencia, intento de agresión, asalto y daños físicos. Un angelito, vaya.

Tras repasar este terrible y repugnante suceso, sorprende más, si cabe, cierta contradictoria tendencia en esta sociedad a equiparar víctimas y verdugos, a no llamar las cosas por su nombre y a acordarse sólo de Santa Bárbara después que ya haya tronado. En otras palabras: resistirse a mantener la figura jurídica de la prisión permanente revisable, como si la vida futura de ciertos criminales abyectos prometiese ser igual de positiva que las que ellos arrebataron violentamente.

Y digo contradictoria porque acabo de oír a nuestra vicepresidente, Carmen Calvo, decir que esos delincuentes, una vez cumplida su pena, deberían estar “siempre localizables mediante aparatos electrónicos que permitan su seguimiento permanente

Si no me equivoco, permanente significa perpetuo. Y no entiendo que alguien, una vez haya pagado su culpa -no otra cosa supone su liberación carcelaria- vaya a estar vigilado de por vida. La arbitraria ferocidad de esta fórmula resulta peor que cualquier otra condena, por gravísima que ésta fuera.

Enrique Arias Vega

Diplomado en la Universidad de Stanford, lleva escribiendo casi cuarenta años. Sus artículos han aparecido en la mayor parte de los diarios españoles, en la revista italiana Terzo Mondo y en el periódico Noticias del Mundo de Nueva York. Entre otros cargos, ha sido director de El Periódico de Barcelona, El Adelanto de Salamanca, y la edición de ABC en la Comunidad Valenciana, así como director general de publicaciones del Grupo Zeta y asesor de varias empresas de comunicación. En los últimos años, ha alternado sus colaboraciones en prensa, radio y televisión con la literatura, habiendo obtenido varios premios en ambas labores, entre ellos el nacional de periodismo gastronómico Álvaro Cunqueiro (2004), el de Novela Corta Ategua (2005) y el de periodismo social de la Comunidad Valenciana, Convivir (2006).

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