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Un Rubalcaba mitificado da inicio a una enrevesada campaña electoral

martes 14 de mayo de 2019, 07:32h

Es cierto que, como dijo Alfredo, en España solemos enterrar muy bien, pero también lo es que muchos hombres públicos hacen de su deceso un último servicio a la causa. Y todo indica que ese ha sido el caso de Pérez Rubalcaba: su sepelio se ha convertido en un poderoso servicio al PSOE y al país.

Respecto del PSOE hay coincidencia entre los expertos electorales acerca de que el enaltecimiento de las virtudes del veterano socialista le ha hecho al PSOE media campaña. El equipo de Pedro Sánchez sólo tenía que evitar por cualquier medio que salieran a la luz las enormes diferencias políticas que separaban a Rubalcaba del sanchismo. Y eso parece que lo han logrado, en medio de la conmoción del sepelio.

Pero me parece más destacable mencionar el servicio al país. Más allá de los detalles, la respuesta favorable de la gente -que tanto ha sorprendido a propios y extraños- indica que al menos una parte de la ciudadanía quisiera presenciar otra forma de hacer política. A través del homenaje póstumo a Rubalcaba, lo que la gente apunta es que otra forma más noble de hacer política es posible. Algo que en el fondo muestra que es falsa la idea tan extendida que todos los políticos son iguales, unos canallas, unos ladrones desaprensivos.

Dicho de forma directa, la gente también sabe distinguir estilos. Todo el mundo sabe que Pérez Rubalcaba no se pasearía en el Falcon, no jugaría a la ruleta rusa con Torra, no organizaría el impresentable despelote sobre los debates electorales, dejando por el suelo el prestigio de Televisión Española. No, definitivamente, esa forma de hacer política no era la propia de Rubalcaba.

Ahora bien, al subrayar los aspectos más positivos del político Rubalcaba hay que tener cuidado en no ocultar aquellos otros que no lo son tanto. Porque por ese camino podríamos construir un mito falso, que el propio Rubalcaba rechazaría de plano. La forma más honesta de honrar su memoria nos obliga a ser sinceros de verdad.

Felipe González ha dicho que una de las cosas que más va echar de menos con la desaparición de su amigo es la posibilidad de escuchar sin tapujos lo que pensaba. Eso es verdad, pero necesita ponerse en contexto. Es cierto que Alfredo era franco de puertas adentro, pero no siempre lo fue puertas afuera, ni siquiera ante al propio partido. Su actitud en el desencuentro entre Leguina y Guerra fue poco explicita. Y posteriormente sus apuestas políticas, casi todas fallidas, no le impidieron apoyar directamente el poder vencedor.

Por ejemplo, cuando le dijo a Felipe aquello de “a los tuyos ya los mataron, a los míos los están matando”, debería haber bebido el vaso de la sinceridad hasta el fondo y decir: “a los tuyos ya los mataron, bueno, excepto a mí”. Soy testigo del desconcierto que produjo la escabechina que hizo Rodríguez Zapatero de los cuadros políticos del tiempo de González. En uno de mis viajes a Madrid, muchos compañeros de época de Rubalcaba, me mostraron su afectación por haber sido expulsados sin más del juego en el PSOE; subrayando que habían sido todos… menos Rubalcaba, al que algunos comenzaron a llamar “el incombustible”. En aquella ocasión, me atreví a escribir un mensaje a Pérez Rubalcaba, preguntándole como se sentía; lo cierto es que me hubiera gustado preguntarle en persona cómo se sentía al ser el único que se había salvado de la quema organizada por Zapatero. Probablemente, Alfredo no podría imaginar que andando el tiempo iba a presenciar una situación similar que afectaría “a los suyos”. Eso, las vueltas que da la vida.

En realidad, si queremos homenajear a Rubalcaba haciendo un ejercicio de sinceridad, hay que decir que el problema de la cultura política democrática al interior del PSOE es de vieja data. Es cierto que Felipe González era menos sectario, pero no lo es menos que tenía un lugarteniente que blandía un hacha del siglo XVI. ¿Les resulta familiar aquella frase de “quien se mueve no sale en la foto”? Pues me dicen que aquello era la República de Weimar en comparación con lo que vino después. Puede afirmarse que conforme el liderazgo socialista perdía peso específico, resultaba menos sólido, se fue haciendo más necesario rodearse sólo y exclusivamente de los incondicionales. Pasó con Rodríguez Zapatero y acaba de pasar con Pedro Sánchez.

Pues bien, respecto de este problema específico no menor, referido a la cultura política partidaria, Alfredo no hizo precisamente contribuciones trascendentales. Más bien se concentró en la acción puertas afuera, como buen escudero que era. Y en esas lides empeñó toda la inteligencia y la pasión de que fue capaz, logrando resultados que el Estado debe reconocerle. También con un estilo que hace la diferencia, sin estridencias innecesarias, sin presunción de advenedizo.

Algo que, si se imitara un poco, significaría una elevación de nuestra cultura política en esta campaña enrevesada, que no se sabe muy bien si es una segunda vuelta de las generales o algo más apegado a las necesidades locales y a cosas un tanto lejanas –así se sienten- como la suerte de Europa. Ojalá que se hable menos de topicazos como el extraconstitucionalismo del PSOE o de las tres derechas, y se recupere el aspecto más destacable del legado de Pérez Rubalcaba, su innegable sentido de Estado.

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