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La memoria de un pueblo libre

miércoles 21 de junio de 2017, 08:47h

“Es una mierda de película”, sentenció aquel tipo en una reunión familiar. Solía acompañarse de una pistola que escondía en lo alto del armario más cercano. Cuando se iba se rearmaba sin pudor alguno. Asistía, de vez en cuando, a las sesiones de la Comisión de Valoración que se concentraba en el Ministerio de Información y Turismo. “Menuda mierda. Gracias a nosotros no se verá nunca en un cine”, insistió tozudamente. Aquel personaje se refería a “La Naranja Mecánica” de Kubrick. Armándome de valor le pregunté: ¿y ustedes quiénes son para decidir lo que podemos ver los españoles? Aquel hombre se encabrito: “una mierda, hijo, violenta e inmoral, una bazofia asquerosa que nunca se estrenará en España”.

Siempre me viene a la memoria aquel episodio cuando intento explicar a los más jóvenes como era aquel país triste, mediocre, gris, retrasado, reprimido y esposado, que afrontó con decisión y audacia el complicadísimo proceso de transformar una dictadura en un sistema de libertades democráticas. Cuando tal cosa sucede, siempre aparece algún radical airado, populista y totalitario, que califica aquella Transición a la Democracia de enjuague político urdido por la izquierda, las Fuerzas Armadas de Franco, las familias enriquecidas a la sombra del dictador y los servicios de inteligencia de los Estados Unidos. Recuerdo entonces a mi abuelo materno, represaliado hasta la miseria por los ganadores de nuestra Guerra Civil, empujando con dificultad un pequeño aparador y dejando al descubierto un hueco abierto en el suelo. Estaba repleto de libros. Me enseño una maravillosa edición de “Las mil y una noches” y me regaló un ejemplar del “Romancero Gitano” de Federico García Lorca publicado en Buenos Aires.

En aquella España de principios de los años setenta del siglo pasado, no se podía leer lo que uno quería, ni escuchar la música que uno amaba, ni expresarse libremente, ni viajar sin controles, ni informarse de lo que pasaba a tu lado, ni besar a la novia en un parque. En aquella España, si uno daba el paso y militaba, clandestinamente, en un partido o en un sindicato de clase, caminaba por la vida con el DNI en la boca, temiéndose que ese sujeto que se acercaba le metiera en un coche, le santificara la cara y lo encerrara en un calabozo. En esos casos, uno podía terminar ante el Tribunal de Orden Público y sumarse después al colectivo de presos políticos, más de nueve mil demócratas, encerrados en las cárceles franquistas. También podía acabar, como aquel vecino de mis padres, escondido en una habitación tabicada, esperando que alguna madrugada el Partido lo sacara de España.

Peor les iba a las mujeres, sometidas a la tutela del padre o del marido, sin derechos civiles y excluidas del mundo laboral. Así era España, aunque alguno no lo sepan y otros, los más inmorales, intenten manipular la historia. Vivíamos en un país quebrado económicamente, salpicado de huelgas, con el testamento de Franco colgado en las salas de banderas de los cuartes, aislado y solo, demonizado por todos los estados democráticos de nuestro entorno. En solo once meses, de julio de 1976 a junio de 1977, se desmontó, pieza por pieza, aquel tinglado tenebroso, se legalizaron todos los partidos, se clausuró el sindicalismo fascista, sustituido por la actividad libre de los sindicatos de clase, se devolvieron al pueblo soberano todos sus derechos y libertades y se celebraron elecciones democráticas. Nadie, ni dentro ni fuera de España, puso un solo pero a los resultados de las elecciones de 1977.

Solo habían pasado cuarenta años desde que Franco impusiera a todos los españoles la paz de los cementerios. Muchos republicanos habían sobrevivido a la represión sanguinaria de los vencedores, buena parte de los exiliados habían vuelto y una multitud de ciudadanos mantenían viva la memoria de sus abuelos y padres muertos por la libertad. Tenían todo el derecho del mundo a pasar la correspondiente factura, pero prefirieron acordar con los reformistas del régimen un proyecto basado en la reconciliación, la concordia, el progreso económico y social y en la convivencia en paz. Por todo ello, esa parte esencial de nuestro devenir ha quedado en la memoria de nuestro pueblo.

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