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Un libro y una rosa

miércoles 27 de abril de 2022, 13:28h

Dedicado a Julia Otero, de periodista a periodista, de emigrante a 'emigranta'. Y de paso al señor Monegal, del que soy fan.

A propósito de San Jordi, fiesta que acaba de celebrarse el pasado dia 23, me han vuelto los recuerdos de mi etapa barcelonesa de inmigrante; una rosa y un libro para cada persona que quieres. Tal refinamiento sólo puede darse en Barcelona, ciudad de luz y de cultura, la puerta de Europa que era la tierra de promisión de la gente de Castilla, Andalucía y ‘murcianus’. Década de los sesenta del pasado siglo. Para matar sus melancolías, esta gente inmigrante se reunía, nos reuníamos, en el Centro Castellano Leonés que estaba en el número 78 de Paseo de Gracia, creo recordar, casi enfrente del Parque Guell, de Gaudí, el genial arquitecto que dejó inconclusas las Torres de la Sagrada Familia, monumento emblemático de Barcelona.

Allí, en ese Centro Casa Regional de Palencia, Burgos, Valladolid y León, se fraguaban amistades imborrables, amoríos pasajeros y matrimonios indisolubles. Unos cuantos portales antes, en la misma acera, tenía un despacho el gran poeta de Arenys de Mar, Salvador Espriu, al que yo, camino del Centro, visitaba una vez cada quince días y le leía mis espantosos versos que él siempre escuchaba con benevolencia. No conservo ningún poema de entonces. Alguno, fragmentos deslavazados, me queda en la memoria. Por ejemplo, uno que dediqué a una guapa moza de León, llamada Pilarín, que se había encaprichado de unas espuelas de vaquero que yo calcé en una fiesta de disfraces y que me había hecho un amigo del taller de carpintería metálica donde trabajaba. Entonces en la Vanguardia, aparecían a diario ofertas de trabajo a mogollón.

'Pilarín'
para qué quieres espuelas
Si son tus ojos dos puntas
De acero que el alma queman.
Si cabalgas sobre el viento
¿para qué quieres espuelas?

El poema le gustó mucho a Pilarín y, además, me dieron, por votación popular de los socios, la Flor Natural cosa que jodió mucho a su novio con el que pensaba casarse, Ricardo, un guaperas de León, alto cargo de una gran empresa, que se las daba de poeta y se había presentado también a los Juegos Florales. En realidad, Pilarín no era la que más me gustaba. Me gustaba Esther, bajita y muy guapa, que tenía un novio en Burgos, me parece, y con la cual yo paseaba y conversaba en las excursiones del Centro, aislados de los demás. La rosa, mi corazón se la adjudicaba a Esther, pero se la había dado ya a Pilarín. Así que anónimamente, por un amigo florista que me rebajó el precio, le envié a Esther al Centro una docena de claveles y una rosa blanca. Nadie averiguó la procedencia, salvo ella. Esther, sigamos llamándola así, me decía a menudo “tú no eres del Centro, tú llegarás lejos”. Tímida y recatada, una tarde abandonó sus defensas y, derrumbado el baluarte de los labios y los dientes, me permitió que la besara honda y prolongadamente.

Canet de Mar. Sodoma y Gomorra

El pueblo costero, de la Costa Dorada, era pura descojonación y desmadre. La concesión del bar y el restaurante del Centro Castellano Leonés se la habían otorgado a Luci y a su marido, Manolo Trigueros, exboxeador y campeón de Cataluña de los pesos medios, un narizotas que presumía de que nadie en el ring, había logrado tocárselas, gracias a su esgrima perfecta y juego de piernas. En los meses de verano y turismo, ambos se trasladaban a Canet de Mar, lugar de perdición, al hotel Carlos, propiedad de Doña Rosita y de su marido Carlos Bauer, un alemán que yo creo era nazi fugitivo, españolizado por una catalana. Manolo era jefe de personal y camareros y Luci era cocinera. Me llevaron de pinche de cocina, pero como sabía un poco de alemán enseguida me pasaron de camarero a la barra, donde resultaba más útil. Decían a todo el mundo que yo era un estudiante que trabajaba para pagarme los estudios, cosa que era verdad, y orgullosos, enseñaban a todos, don Carlos el primero, un ejemplar de El Noticiero Universal, me parece, donde me habían publicado, con fotografía personal y todo un cuento horrible y mal escrito.

Un mediodía muy caluroso Esther fue a verme al hotel con su novio. Venía de la playa, en bikini y asfixiada. Les invité a una jarra de cerveza bien fría. Y, si se atrevían con la cocina alemana, les invitaba a comer. Su novio se limitó a decir este es el famoso Javier Villán, pues vaya. Como si esperara de mí un Marlon Brando o un Paul Newman.

Se atrevieron. Y ordené a Juan y a Luci, los cocineros, que a él le pusieran el peor chucrut, el más ácido, el peor cocido y fermentado. Por poco revienta. De allí salió una cita a solas con Esther para pasear una noche por el Barrio Gótico, lugar sagrado, cerca de la catedral, en el que me gusta perderme cada vez que voy a Barcelona. No sé si continuará abierto un restaurante llamado Carpanta, de cocina ampurdanesa exclusivamente, exquisito, muy próximo a Vía Layetana. Llevar allí a una mujer, por la noche, al Barrio Gótico, equivale o equivalía, a una declaración de amor irrevocable. Por lo menos irrevocable durante esa noche. Creo que solo he llevado a dos, una de ellas, años más tarde, mi mujer periodista también, con la que llevo casado cincuenta años. No sé qué habrá sido de Esther. Si Esther vive, como deseo, espero guarde de mí el limpio recuerdo que yo guardo de ella, cuando en Barcelona éramos inmigrantes, pobres y felices.

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