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Rusofobia cañí y de camisa nueva

sábado 12 de marzo de 2022, 10:12h

La guerra, con todos sus tantos dramáticos aledaños, es sin duda el culmen de la barbarie humana y uno de los más flagrantes errores evolutivos de la especie, porque, en todos los casos y en mayor o menor medida, no solo deja un inmenso reguero de destrucción, muerte y violación de los más elementales derechos humanos, sino que, por añadidura, nos retrotrae a los momentos más oscuros del largo proceso de civilidad que a lo largo de los siglos ha ido construyendo ese imponente y multiforme edificio que llamamos cultura.

Hace unos días, la periodista Maricel Chavarría, redactora del diario La Vanguardia, publicaba un artículo con el título Censurar la cultura rusa, en el que comenzaba diciendo: “Se ha puesto de moda ese curioso oxímoron de exigirle a la cultura que condene la guerra”. Se refería en concreto a uno de los 65 conflictos bélicos activos en el mundo: el que enfrenta a los Estados de Rusia y Ucrania, para, inmediatamente, entrar en la profundidad del asunto: “Sorprende el goteo de artistas que, obligados o no por sus programadores en Occidente, se posicionan contra el disparate bélico perpetrado por Vladimir Putin en Ucrania. Cuando afirman que sienten la responsabilidad de aclarar delante de su público que repudian el ataque, parece que actúan más como instituciones públicas que como individuos. La cultura europea -algo que como siga así va a acabar siendo otro oxímoron- acoge complacida ese tipo de comunicados”.

Esa “maquinaria de hipocresía europea que condena la cultura pero no renuncia al gas” ha tenido los santos perendengues de exigirle a Valey Gergiev, director del teatro Mariinnski, una de las instituciones musicales más imponentes de la historia, que tome partido, y a lo Gabriel Celaya, hasta mancharse, dejando a un lado que ocupa su cargo desde 1988, tres años antes de que Putin accediera a la alcaldía de San Petersburgo. De la disyuntiva deduce Chavarría: “Presionarle para que se distancie públicamente de él es invitarle a escoger el modelo de soga que más le guste”.

Algunos, para no verse obligados a plantearse un dilema similar, han tomado el camino de en medio. Es el caso de Tugan Sokhiev, director musical del Bolshói y de la orquesta del Capitole de Toulouse, que ha dimitido de su cargo en ambas instituciones diciendo que le parece tan asombroso como ofensivo que a un músico se le obligue a escoger entre culturas. Otros, ni disyuntiva ni gaitas. Por ejemplo, la soprano Anna Netrebko ha sido vetada en La Scala de Milán, las óperas de Zurich, la Estatal de Baviera y la de Nueva York, por reticencias a la hora de poner a Putin en la picota.

La rusofobia se ha desbordado y sus iracundas turbulencias anegan todas las orillas de la cultura en un exuberante e incontinente sinsentido, al punto de que la Filmoteca de Andalucía ha decidido cancelar la exhibición de la película Solaris, dirigida por uno de los más grandes e influyentes cineastas de la historia del cine, Andréi Tarkovski, por la circunstancia, al parecer imperdonable, de haber sido ruso y ciudadano de la Unión Soviética, independientemente de que su muerte en París en 1986 le pudiera presuponer en principio ajeno a los delirios imperiales de Vladimir Putin.

En la misma línea extravagante y ridícula, uno de los poquísimos restaurantes de comida rusa en Madrid, Rasputín, ha tenido que salir al paso de una oleada de salvajes improperios en la red, reconfigurando su posicionamiento en Google, explicando que su cocina es en realidad ucraniana y colocando una bandera de esta nacionalidad en su fachada. A más a más y dentro del mismo espectro gastronómico, algunos restaurantes españoles han sustituido la nominación de ensaladilla rusa por “ensaladilla Kiev”, añadiendo una nueva entrada al repertorio del absurdo patrio del que fue pionero el régimen franquista cuando obligó a la denominación de “ensaladilla nacional” o “ensaladilla imperial”.

La eterna España cañí. Como decía Mark Twain, la historia no se repite, pero rima.

El jueves pasado, el escritor y periodista David Torres escribía en el diario Público: “El boicot internacional contra Rusia ha alcanzado proporciones grotescas y no se descarta que en los próximos días vaya más lejos aún en esta espiral de disparates digna de un número de los Monty Python. De hecho, hace años que en el mundo occidental la política, la cultura y los deportes han adquirido el tono de un especial de los Monty Python, excepto en España donde suenan más bien a Gila y a Chiquito de la Calzada”.

Personalmente, la espiral de disparates me evoca, más que a los citados cómicos, a los exaltados discursos de Ramón Serrano Suñer en su papel de Presidente de la Junta Política de la Falange Tradicionalista y de las JONS, ante unas pocas camisas viejas y una inmensa legión de nuevas. Muy especialmente a la perorata a cielo abierto del 24 de junio de 1941, dos días después de que las tropas de Ramón Serrano SuñerHitler irrumpieran en la Rusia soviética para iniciar la “Operación Barbarroja”. Desde el balcón de la sede oficial de la Secretaría General del Movimiento, situada en la madrileña calle Alcalá, empezó la arenga a sus huestes: “Camaradas, no es hora de discursos; pero sí de que la Falange dicte en estos momentos su sentencia condenatoria”. Interrumpido brevemente por atronadores aplausos, el líder continuaba su soflama diciendo: “¡Rusia es culpable!. Culpable de nuestra guerra civil. Culpable de la muerte de José Antonio, nuestro fundador, y de la muerte de tantos camaradas y tantos soldados caídos en aquella guerra por la agresión del comunismo. El exterminio de Rusia es una exigencia de la historia y del porvenir de Europa”.

(Final de 'Tío Vania')En la actual coyuntura, Rusia vuelve a ser culpable. Todos los rusos son culpables. Los de hoy y los del ayer más o menos remoto. Kandinsky, Diáguilev, Músorgski, Gógol, Pushkim, Dostoyevski, Gorki y Tolstói son culpables. También Chéjov y su Tío Vania al que Sofía/Sonia Alexandrovna, decía antes de que cayera el telón: “¡Pobre!... ¡Pobre!... ¡Pobre tío Vania!... ¡Estás llorando!. ¡Tu vida no conoció la alegría..., pero espera, tío Vania, espera!... ¡Descansaremos!. ¡Descansaremos!”.

Cada guerra tiene sus propios damnificados, pero todas comparten el mismo doble victimario: la verdad y el sentido común.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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