El último héroe de la literatura española fue
Rodrigo Díaz de Vivar, el Mío Cid. Fue el primer héroe, sí. Y el último.
Desde entonces, los grandes personajes de la literatura española han sido, en realidad, antihéroes. Es decir, no tienen las virtudes heroicas, las hazañas gloriosas o las acciones extraordinarias que se esperan de un héroe. Más aún: parecen burlarse de la posibilidad de ser héroes. Nuestros escritores han creado personajes que sí pueden ser extraordinarios, pero no por la virtud o por sus aportaciones a la sociedad.
España ha dado al mundo grandes obras y grandes mitos literarios: Don Quijote y Sancho Panza, con sus múltiples andanzas; la Celestina y sus intrigas de alcahueta; el Lazarillo de Tormes y toda la saga de pícaros del siglo de Oro; Don Juan y sus amores prohibidos…
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Nuestro género escénico, la zarzuela, es un precioso canto al pueblo llano. Nuestro cine triunfa con Torrente, con Mortadelo y Filemón, o con Alatriste (que no sabemos si es héroe o antihéroe),
Ni Colón y el Descubrimiento de América; ni Elcano y la primera vuelta al mundo; ni San Francisco Javier y su predicación en tierras lejanas han producido grandes obras que sean populares: ni obras clásicas de la literatura, ni zarzuelas tarareadas por todos, ni películas de éxito.
El Cid, sí. Un héroe de verdad, de carne y hueso, transformado en leyenda. Recordado y ensalzado aún en nuestros días en libros, películas, tebeos, dibujos animados. Un héroe que defendió principios, que sufrió el exilio, que luchó con valentía y que, además, amaba a su mujer y a sus hijas. ¡Extraordinario!
Pero desde hace mil años, no hemos vuelto a tener un héroe así. ¿No es verdaderamente curioso? ¿No podemos empezar una nueva etapa?
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Rafael Rodríguez-Ponga es miembro del Comité Ejecutivo Nacional del Partido Popular y Secretario Nacional de Participación Social
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