Leo dos noticias no sé si contradictorias, pero sí al menos complementarias. Por una parte, el cantante asturiano Víctor Manuel pide con todo el derecho la cooficialidad regional del bable; por otro, el PP pretende que una ley garantice el aprendizaje del castellano en cualquier parte de España.
Mientras aquí andamos todavía en estas pugnas aldeanas, un amigo mío acude esta semana a un congreso en Barcelona que, en vez de en catalán o castellano, se desarrollará todo él en inglés. Coincidiendo con ese hecho, leo en un magazín que el doctor Mariano Barbacid y su equipo de investigadores españoles también hablan entre ellos en inglés, su habitual instrumento de trabajo.
Ya ven qué diferencia entre ambos escenarios. Para un lingüista, probablemente, sea una tragedia el que en una remota aldea china o en una ignorada isla del Pacífico desaparezca algún idioma exótico al morir su último hablante. Para mí, en cambio, resulta desolador el que muchas veces no podamos entendernos con alguien al no disponer de una lengua común de comunicación.
En ésas estamos. Y no me refiero sólo a que no se potencie el español como una herramienta lingüística compartida por 400 millones de personas, sino al secular desconocimiento del inglés por nuestra población. Como contraste, hace años participé en Amberes en un seminario impartido por una profesora británica, cuyas intervenciones iban siendo traducidas a continuación al flamenco. En seguida, una alumna argumentó: “¿Por qué no ahorramos tiempo recibiendo el curso directamente en inglés? Si no me equivoco, todos somos bilingües”. Y no se equivocaba.
Resulta impensable una situación semejante en España. No sé si nuestra ignorancia de la lengua de Shakespeare se debe al doblaje de las películas de Hollywood, como oí argumentar hace poco, o a causas más complejas. Lo cierto es que mientras los demás conocimientos académicos de nuestros alumnos se desmoronan, su comprensión de idiomas extranjeros tampoco acaba de despegar.
Insisto en que puede ser digna de lástima la pérdida de su lengua materna por muchos hablantes, pero más me preocupa la posible impericia de éstos en idiomas de comunicación universal. En Estados Unidos, donde no hay lengua oficial y donde tampoco se impone inmersión lingüística alguna, conozco a ciudadanos de origen italiano, noruego, hispano… que han olvidado la lengua de sus mayores, pero a quienes ello no limita la relación con los demás. Lo contrario, justamente, de viejos inmigrantes rusos o salvadoreños, necesariamente recluidos en el ghetto idiomático de su barrio.
Por eso, mientras utilicemos las lenguas sólo como objeto de combate ideológico en vez de instrumentos de comunicación, nos entenderemos cada vez menos unos a otros.