Una de las cosas mejores que tiene la ignorancia – y yo, en danza, ando con los conocimientos bajo mínimos – es el atrevimiento para emitir juicios apocalípticos. Aclarado esto, no vacilaré en decir que
Michael Jackson es para mí el mejor bailarín del mundo. Dejemos a los sabios que elogien la música y la letra de sus extraordinarias canciones. Pero yo quiero destacar ahora que, en cuanto veo en un vídeo bailar a Michael Jackson, siento que mi amor a la vida se multiplica por mil. ¿Cómo se puede bailar así? ¿Cómo
Messi puede hacer lo que hace con el balón? ¿Cómo
Cervantes pudo escribir el
Quijote? Son preguntas a las que no podré responder antes de mi
tercera reencarnación. Hace ya unos años, asistí en el estadio Vicente Calderón, a orillas del Manzanares, al concierto que allí dio Michael Jackson y quedé fascinado por su descomunal potencia artística en el escenario.
Dicho esto, y pasando a otro escenario de la vida, podemos hacer otra pregunta: ¿cómo puede llegar a arruinarse una persona que ha vendido 750 millones de álbumes en todo el mundo? ¿Cómo un artista que, si lo hubiera querido, podría haber resucitado con una canción a los muertos de los últimos dos siglos incurre luego en el delirio de exhibir en brazos, en un balcón, a un hijo recién nacido con un gesto que parecía que iba a precipitarlo al vacío? La verdad es que los que más saben de marketing son los norteamericanos. Y no hay que olvidar que Michael Jackson es el autor de Thriller, un álbum espeluznante.