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Partidos de hierro, democracia de hojalata

Partidos de hierro, democracia de hojalata

miércoles 04 de noviembre de 2009, 15:40h
Por primera vez, en los poco más de treinta años transcurridos desde la aprobación de la Constitución, un reciente sondeo publicado por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), constata la preocupación de los españoles por el papel y el funcionamiento de los partidos políticos en España. O como se dice y escribe, cometiendo un auténtico disparate político y conceptual, se comprueba la existencia de una visión crítica de los ciudadanos sobre “la clase política”. Otro día volveremos sobre el uso habitual que de tan anacrónico concepto se realiza en los medios de comunicación y que tiene su origen en Gaetano Mosca a finales del siglo XIX.

    Parece evidente que la negativa opinión de los ciudadanos sobre los partidos políticos se incrementa como consecuencia de la aparición en poco tiempo  de múltiples supuestos de  hechos delictivos en administraciones públicas, especialmente, en Ayuntamientos y en gobiernos autonómicos. La corrupción, en sus diferentes formas y procedimientos, crispa los ánimos de los ciudadanos que perciben en los partidos políticos una vocación enfermiza por ocupar parcelas de poder para utilizarlo en la búsqueda de un beneficio personal o colectivo al margen de los intereses generales de la sociedad. Los partidos se muestran como estructuras de poder inaccesibles, como castas incontrolables por los ciudadanos, como máquinas de influencia que tienen sus propios códigos de conducta, comunicación y pacto, y que engañan y ocultan la realidad con el único fin de mantenerse en el poder al precio que sea. El espectáculo de la aprobación de mociones de censura en diversos Ayuntamientos para cambiar al alcalde, apoyadas en concejales tránsfugas al margen de cualquier consideración política o ideológica rigurosa, constituye un bochorno inaceptable para cualquier demócrata y para cualquier partido político serio. La sensación de que simples intereses económicos personales explican las citadas mociones, se extiende por la sociedad.  Tampoco se comprende por los ciudadanos el acomodo táctico de los grupos parlamentarios y del Gobierno de turno al aprobar o rechazan leyes trascendentales por un simple intercambio o concesión económica o política difícilmente confesable, nunca explicada y escasamente comprensible.

    Sin pretender exagerar nuestros niveles de corrupción política en comparación con otros países democráticos, lo cierto es que la democracia española tiene una asignatura pendiente que no es otra que intentar cumplir lo previsto en el artículo 6 de la Constitución en relación con los partidos políticos y su funcionamiento. ¿Podemos afirmar que la estructura interna de los partidos políticos en España y su funcionamiento son democráticos como establece el referido texto fundamental? ¿podemos sostener que la transparencia en su gestión y el control interno de sus representantes en las instituciones resulta satisfactorio, eficaz y suficiente? ¿de verdad que nuestros partidos “son instrumento fundamental para la participación política”?

Lamentablemente pocos ciudadanos se pronunciarían en sentido afirmativo a las tres preguntas. Lo cierto es que sufrimos un sistema de partidos que arrastra varios traumas no resueltos desde el inicio de la transición democrática. Uno de ellos se refiere a la ausencia de imprescindible pluralismo político e ideológico en la vida interna de las organizaciones. Por la forma de producirse nuestra transición y por la falta de hábitos democráticos durante el franquismo, se impuso la idea de que cualquier debate ideológico interno implica inestabilidad y que tal situación “es castigada por los electores”. A diferencia del resto de los países europeos, entre nosotros, cualquier crítica o disidencia hacia la cúpula del partido se presenta como una “deslealtad”. Si recorremos la vida de los partidos de izquierda o conservadores en Italia, Francia, Gran Bretaña o Alemania, constataremos que las corrientes de opinión, tendencias y sectores ideológicos en el seno de las formaciones políticas son normales e imprescindibles. Los partidos no pueden ser cuarteles con mentalidad militar en aras a un bien superior que define el aparato burocrático correspondiente. “Los trapos sucios se lavan en casa, en el interior”, claman algunos. Falso. El primer compromiso que tienen los responsables políticos es con los ciudadanos y no cumplen con su obligación si ocultan su opinión sobre asuntos públicos o conductas irregulares “para proteger al partido”. Tal comportamiento tiene que ver más con residuos del estalinismo que con la vida democrática en una sociedad plural.

    Desde tal concepción, la mayoría de nuestros partidos políticos han generado unas tramas de poder interno y externo que, en la práctica huyen de cualquier control. Como ya escribió Robert Michels en su célebre y vigente obra “Los partidos políticos”, publicada  en 1911, existe una tendencia a conformar “una ley de hierro de la oligarquía” en el seno de los partidos que propenden a la burocratización de los mismos en nombre de la eficacia, a la consolidación de una élite que buscará perpetuarse en el poder a cualquier precio, a perseguir o desplazar al disidente, y, finalmente, a sustituir a los ciudadanos en sus aspiraciones democráticas y de participación política. Michels, miembro de la corriente sociológica de la “teoría de las élites”,  atribuye tal realidad al deseo de las masas a ser dirigidas por liderazgos fuertes al margen de consideraciones democráticas. No participo de tales convicciones, lo que no evita su existencia. Así las cosas, podríamos decir que estamos abocados a que cada vez menos personas decidan más cosas.

    En España tenemos graves problemas al respecto y su resolución influye en la lucha contra la corrupción. Nuestros partidos funcionan a través de un sistema piramidal y oligárquico que se reproduce verticalmente y que reproduce otras cúpulas pequeñas, u oligarquías locales y regionales, que le deben su poder al vértice del partido y dependen de una complicidad política mutua. Es un sistema en el que la aparición del nepotismo y de las redes clientelares internas y externas del partido constituyen un auténtico “aparato de poder” que resulta imbatible. Desde un poder local o regional se distribuyen los cargos públicos a personas de estricta confianza, y, a su vez, tales personas influyen y controlan la vida interna del partido para que no cambie la correlación de fuerzas interna. El pluralismo, la transparencia y el control interno de la gestión desaparecen como por ensalmo, lo que explica la sorpresa que suscita, en ocasiones, la aparición de prácticas corruptas o abusos de poder insoportables. Si además se exige silencio y aparece la figura de la “omertá” para mantener el poder y el respeto a los pactos clientelares, la democracia resultará derrotada, se convertirá en simple hojalata mientras las burocracias fortalecerán su resistencia al control. Éste es el debate.

Enrique Curiel
Profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid.
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