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Camisas de fuerza

Camisas de fuerza

martes 01 de diciembre de 2009, 23:58h

Cuesta poco reivindicar las libertades de las que supuestamente gozamos según los pisos ecológicos en los que nos movemos como individuos o como colectividades: desde nuestra libertad de expresión hasta la libertad de cátedra, pasando por nuestra libertad de asociación. Sin embargo, a la hora de la hora, estamos entre los primeros en la fila en trabar nuestras propias libertades. Dosificamos el discurso y la acción en función del lugar y del momento. Está bien, unos más que otros. Lo cierto es que pocos saben liberarse, a la primera, de sus camisas de fuerza internas. Pocos gritan sus pasiones como lo hace el hincha de un equipo de fútbol. Este último es un personaje entrañable porque no acostumbra caminar sobre la alfombra afelpada de lo políticamente correcto. Su única racionalidad es amar la camiseta de su equipo por sobre todo: pierda, gane, juegue bien, juegue mal o no salga campeón hace diez años. Como dice Pablo, el borracho de la película El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, “uno puede cambiar de todo, de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios, pero hay una cosa que no puede cambiar: no puede cambiar de pasión”. La pasión del hincha es el motor de sus victorias cotidianas.

La pasión del hincha tiene algo que ver con la pasión del militante o, mejor aún, con la pasión del simpatizante político. ¿Ha visto el despliegue de las campañas políticas? No las costosas y artificiales propagandas en la televisión u otros medios, sino las caravanas kilométricas o de cinco autos que anuncian que el momento de la decisión ha llegado. El momento es intenso porque marca, aunque haya un ganador seguro, el preludio de una nueva etapa. Es intenso porque florecen los “hinchas de la política”. Vamos a poner a un lado a los militantes que actúan mecánicamente o los que, por la promesa de una pega, se transformaron o esculpieron a la cuenta de tres su ideología. Nos referimos a las y los que creen con firmeza en su partido político o agrupación ciudadana o movimiento-partido y se muestran libres con los colores de su apuesta. Tocan bocina, agitan banderas, gritan como un gol el nombre de su candidato. No deja de ser conmovedor ver la fiesta de su libertad cuando sólo es hija de su propia conciencia.

Sin embargo quedan libertades aún por ejercer. Y no hay que ser ni stronguista ni orientista. Está, por ejemplo, la libertad de saber referirse a la muerte. ¿En qué momento nos quitaron el derecho de hablar sobre ella? Sobre la de los seres cercanos como sobre la nuestra. Los abuelos y las grandes abuelas parecen ser los únicos atrevidos que nos perturban cuando amenazan con su partida. “Ya me voy a morir y no voy a dar más quehacer” cuando no “esto ya es lo último, un poco de paciencia”. Libertad para amargar a hijos y nietas.

Podríamos desempolvarnos de tiempo para retomar ciertas raíces presentes en numerosas culturas. Podríamos revivir las muertes que se planteaban como ceremonias casi públicas. La persona sabía que su muerte era cercana y por lo tanto se hablaba de ello. Es más, la persona ponía en orden sus cosas, redactaba sus últimas voluntades, distribuía sus bienes para evitar conflictos entre los herederos. Y los cercanos y las amistades visitaban y “asistían” al enfermo. Antes de la muerte es el moribundo el que preside y ordena. Después de la muerte es al difunto al que se visita y se rinde honor. Tal vez ahora podríamos evitar que llegue el momento del cambio en el que gane la tendencia a tratar al moribundo como a un niño y se le prive de sus derechos. Como si hubiese perdido la razón. No es humano ocultar la verdad y disponer de la persona en nombre de los lazos familiares. Nadie quiere vivir los últimos días en un ambiente en el que todos fingen demencia cuando el aroma a negro gastado ha penetrado por todas las ventanas.

El antojo es simple y humano. Es romper los barrotes del silencio para entablar diálogos naturales sobre nuestra partida. Charlar sobre lo que quisiéramos el momento del adiós, sobre la fuerza que queremos dejar a los más amados, sobre nuestra idea del muro que nos separa de esta realidad, sobre nosotros mismos en esta vida que es, como dice el querido amigo Nashi, una dura lucha de la que uno nunca sale vivo. Allí está la libertad más liberadora.

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Doctora en Comunicación

 

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