Dos hechos recientes, sin ninguna relación entre sí, muestran la necesidad de que el presidente de la República cambie su actitud de confrontación y actúe como el máximo dignatario que representa a todos los ecuatorianos y no solo a los integrantes de su grupo íntimo. Su liderazgo se debe reconocer no por actitudes violentas y pendencieras, sino por el ejemplo que ofrezca a sus conciudadanos y al mundo.
El primer hecho fue protagonizado por Rafael Correa al perseguir por las calles de Machala a un ciudadano que supuestamente le hizo una mala seña. Esa actitud no corresponde a su alta función de presidente. Y no basta para enmendarla ofrecer disculpas y culpar de la violencia a la policía. La violencia se origina y se contagia por el proceder abrupto de Correa.
Otra lamentable actuación del representante del país y que, además, ostenta la Presidencia pro Témpore de la Unasur, se dio en el viaje a la República Dominicana, cuando aseguró que el Ecuador jamás reconocerá el Gobierno de Honduras presidido por Porfirio Lobo. Con esa declaración, desconoció de forma apresurada el que el presidente Lobo hubiera sido elegido por una inmensa mayoría de hondureños, en los comicios de mayor concurrencia en la historia de ese país. Ignorar este hecho demuestra ausencia de elemental tacto diplomático ante el gradual apoyo que la democracia hondureña está recibiendo de los distintos países democráticos y prueba una vez más que el presidente Correa debe aprender a refrenar el arrebato de sus palabras y emociones, tanto más cuanto representa, además, a los países de la Unasur. La amistad y la solidaridad personal con el ex presidente Zelaya, y sus amigos de la Alba, no son suficientes razones para cerrar las puertas, al reconocimiento del retorno de Honduras a la democracia. Ningún mandatario, ni siquiera el mentor principal del socialismo del siglo XXI, se ha apresurado a semejante concluyente declaración.
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