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lunes 02 de agosto de 2010, 03:08h

“A la demanda general”, como decían los locutores de antaño, voy a seguir con el mismo cuento. En 1559, cuando murió el papa Pablo IV, la plebe romana festejó el evento con tumultos alegres y saqueo de las oficinas de la Inquisición, y liberación de sus presos. Hubo que enterrar al difunto, de noche, clandestinamente. Ironía de la historia; Pablo había trabajado con pasión a la reforma de la Iglesia y tenido una vida ejemplar, casta, espartana, pero se había comprado la enemistad, por lo mismo, de todo el mundo, empezando por los reyes y príncipes. Entre otras cosas, se había lanzado en una campaña contra todo lo que le parecía mala conducta sexual; así dio a los inquisidores instrucciones para (mal)tratar a los culpables como si fuesen herejes: a la cárcel, los que abusaban de mujeres o frecuentaban prostitutas; a la horca o a la hoguera en público los “sodomitas”. Pero el pueblo sabía demasiado bien que uno de los sobrinos del Papa, el cardenal Carlo Carafa, que vivía en un lujo inverosímil, era un apasionado cazador y jugador, parrandero y burlador que practicaba el amor con ambos sexos. Por cierto, el pobre Carlo fue ejecutado al año siguiente por órdenes del nuevo papa, Pío IV.

Para esta fecha, había 900 prostitutas oficialmente registradas en Roma, y su número crecía de forma considerable con motivo de las grandes peregrinaciones, como ahora con motivo de las Olimpiadas o del Mundial de Futbol. Se estima que 10 mil personas trabajaban en este negocio para alojar, alimentar y servir a las señoras y la clientela. Roma no tenía más de cien mil habitantes, así que uno de cien vivía del oficio más antiguo del mundo… Los intentos pontificios para encerrar a las damas en una zona roja fracasaron, y hasta los grandes bancos hubieran quebrado si aquellas mujeres se hubiesen puesto de acuerdo para retirar conjuntamente su dinero.

Nuestro querido Michel de Montaigne, en su Diario del Viaje a Italia, cuenta cómo durante su estancia en Roma, en 1581, quedó impresionado por la omnipresencia de las prostitutas; el paseo para ir a verlas era el pasatiempo favorito de los romanos y turistas, mientras que ellas asistían en las ventanas y balcones “con tal arte y talante que me admiraba muchas veces de cómo atraían nuestra mirada. Seguido, después de apearme espontáneamente del caballo y haber pedido que me abriesen la puerta, me llenaba de admiración el hecho de que eran mucho menos bonitas en realidad de cómo se veían a la distancia”. Nada nuevo bajo el sol.

Ahora bien, al otro lado del mundo, al mismo momento, el jesuita prodigioso, Matteo Ricci, manifestaba el mismo puritanismo que el papa Pablo IV. Le chocaba toda conducta sexual masculina que no tuviese por fin la procreación, como Lutero, por cierto, el cual, se lamentaba, cuarenta años antes, en 1542, de “las abominaciones de nuestro mundo, si podemos llamarlo mundo y no infierno de las maldades con las cuales estos sodomitas atormentan nuestras almas y nuestros ojos, día y noche”.

En Goa, en la India, los portugueses quemaban públicamente a los hombres sorprendidos en la “infamia sodomita”, como en Roma, y los españoles hicieron lo mismo en Manila en los años 1580. Desde Japón, Francisco-Javier expresó el verdadero trauma que resintió frente a la homosexualidad tranquila que reinaba entre los sacerdotes y los monjes budistas. “El mal es tan público, evidente para todos, hombres y mujeres, que nadie se deprime ni se mortifica”. Los jesuitas denunciaban sin éxito, año tras año, las “abominaciones de la carne” y “las costumbres viciosas”, consideradas como honorables por la sociedad japonesa.

El P. Matteo Ricci encontró algo semejante en China, bajo la dinastía de los Ming, puesto que la homosexualidad masculina, ciertamente condenada en los libros de leyes, era muy común, lo que lo deprimió y mortificó grandemente. La prostitución masculina era tan presente en Beijing, como la femenina en Roma. El letrado Xie observaba que si, durante las anteriores dinastías, muchas mujeres vestían como hombres, ahora muchos hombres vestían como mujeres. ¡Pobre jesuita!

Pero nuestro buen Montaigne, en Roma, en 1581, anotaba con sorpresa en su diario que varios matrimonios entre hombres portugueses, habían sido celebrados en la iglesia romana de San Juan; ciertamente, tiempo después, los pobres habían sufrido la hoguera. El amigo chino del P. Ricci, el gran escolar, Shen Defu, escribió 20 años después en su estudio de las costumbres, que en varias provincias del Imperio, los hombres homosexuales vivían en forma matrimonial y que el mayor recibía, de la familia del más joven, una verdadera dote.

Nada nuevo bajo el sol.

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Profesor e investigador del CIDE

Opinión extraída del Periódico El Universal 01/08/10

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