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Crónicas estivales (II): El viaje

Crónicas estivales (II): El viaje

miércoles 04 de agosto de 2010, 11:54h

Después nos venden que somos el país europeo con más kilómetros de autopistas. Ja. Sí, de autopistas y de caminos de cabras. Ya les anticipaba en mi primera crónica estival que les iba a contar en esta segunda entrega el viaje hacia mi destino veraniego, un pueblo de unos cientos de habitantes, perdido en mitad de la estepa castellana. Casi quinientos kilómetros en el Opel Corsa, con mi señora y los niños dando la coña por el calorín de cincuenta grados en el interior del coche y sin aire acondicionado. El panorama se presentaba verdaderamente horroroso y si de alguien me acordé durante las ocho horas de viaje fue del ministro de Fomento, Pepiño Blanco, a quien sólo le deseo que le sorprendan un grupo de controladores en un descampado solitario. ¿Autopistas? Bueno, los doscientos primeros klómetros eran pasables si no fuera por los atascos y las obras, que dejaban sólo un carril, pero el resto para mí se queda. Mala puñalá le den a Pepiño y a la madre que lo parió.

La suerte de las nuevas tecnologías es que convierten a los niños en autistas y te ahorran el suplicio del viaje. Se colocan los auriculares, encienden sus artefactos y como si no existieran hasta que a uno de ellos le entra sed. Entonces se contagian todos y hay que parar donde sea para comprar coca-colas so pena de sufrir un deshidratación masiva. Lo de mi señora es otra historia. La llevo de copiloto (o copilota como diría Bibiana) con el mapa desplegado sobre las piernas ya que lo del Tom-tom es para sibaritas que se dejan manipular por una máquina. Mi señora hace de GPS con una mayor insistencia si cabe que la pesada del Tom-tom y, además, te echa la bronca cada cinco minutos. Es que no hay color.

-Te dije que giraras a la izquierda, pero como no me haces ni caso, ahora hay que dar un rodeo de no se cuantos kilómetros. Mira que eres torpe. Sigue adelante que voy a mirar por qué otra carretera podemos irnos. Y esta vez a ver si me escuchas y dejar de pensar en las musarañas. En la próxima rotonda, la segunda salida. Te he dicho la segunda. A ver si ahora no te confundes.

Musarañas le iba a dar yo si no fuera porque nos llevamos aguantando treinta años y se nos ha hecho el cuerpo a este tira y afloja que es la sal de la vida. El desvío que me indica da de sopetón en una especie de carril de tierra, bacheado e impracticable. Con toda mi buena intención, le digo:

-¿Tú estás segura que es por aquí? Esto parece un carril para senderistas que no lleva a ninguna parte.

Para qué digo algo. Es que no aprendo. Eso no es una mujer. Es una fiera corrupia.

-Mira, si no te fias de mí, para y ahora mismo nos bajamos, pedimos un taxi y seguro que llegamos seis horas antes que tú. El mapa de Campsa dice que esta carretera va directa al pueblo, pero como tú eres tan listo y lo sabes todo.

-No, mujer, no te pongas así, no te cabrees. Es que tal y como está el firme, temo pinchar y eso sería un verdadero desastre.

Y pinchamos, vaya que si pinchamos. ¿Se imaginan cambiar una rueda con el coche hasta los topes, a las cinco de la tarde en pleno desierto del Sahara? Pues ahí me tienen. Sudando como un pollo, descargando maletas y bolsas hasta llegar a lo más profundo del maletero, que es donde está atornillada la dichosa rueda de repuesto. La situación no se la deseo ni a mi peor enemigo. Vamos, ni a mi suegra. Dos horas y media después, con las manos negras de grasa y empapado en sudor volvemos a reemprender el viaje. Y, a eso de las nueve, tras más de diez horas tirados en la carretera, llegamos al pueblo. Bueno, lo de pueblo es un decir. Una veintena de casas, tres bloques de pisos, y una plaza con dos bancos, una fuente, el Ayuntamiento y la Iglesia. Menuda juerga nos espera.

 Mañana comienzan mis vacaciones. Ya les seguiré contando cómo es la idílica vida en un pueblo perdido en medio de la nada rural. No hay nada como la paz y la tranquilidad para atemperar los nervios y el estress de la ciudad. O eso pensaba yo.

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