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Habrá que hacerse mirar el glamour

martes 15 de febrero de 2011, 15:10h
Los rojos más o menos fuego de Ana Belén o Marisa Paredes, o los empolvados que lucían  Natasha Yarovenco y María Valverde por la gran alfombra de la Plaza de Oriente no parecían presagiar que la ceremonia que viviría en el Real iba a dedicar sus mejores aclamaciones a la recreación de uno y mil conflictos. Ni siquiera el ortodoxo smoking de Alex de la Iglesia y su  dimisión internaútica o el negro riguroso y de etiqueta de papá Bardem daban testimonio fehaciente del subconsciente de los académicos. Seguramente se evaluaron méritos y valores artísticos para otorgar estatuillas. Pero debiéramos preocuparnos  por el resultado de estas bodas de plata de los Goya, por lo que puedan contarnos sobre nosotros mismos.

Solo el arte y del bueno parece emparentar el trabajo de Ryan Reinolds, el enterrado Paul Conroy  de “Buried”, con la interpretación de Javier Bardem comol Uxbal de “Biutiful” o  la labor del niño Frances Colomé, de Nora Navas y de Marina Comas como el  Andreu, Florencia y Nuria de “Pa Negre”. Pero Conroy es un contratista civil víctima del conflicto armado de Irak; Uxbal un pobre diablo más entre los marginados en el extrarradio de Barcelona y el  conflicto diario de la inmigración ilegal, y, Andreu sobrevive como puede a la tragedia de la Guerra Civil española en Cataluña. Igual que el Augusto Javier, interpretado por Carlos Areces, peleando con el clown Sergio, al que da vida Antonio de la Torre, en la delirante recreación del conflicto civil español de “Balada Triste de trompeta”. A esta galería de perdedores se une Costa, el prepotente productor de cine que encarna Luis Tosar en “También la Lluvia”, que no puede dejar de implicarse, por mucho que lo intenta, en la guerra del agua que sufren sus extras en la Bolivia en la que rueda.

Las películas de éxito del 2010, que han premiado los académicos, cuentan solo historias de perdedores:  de sufridores de la guerra civil española, de la guerra en Irak, de la guerra del agua en Bolivia, de la batalla diaria en la marginación, pongamos que hablamos Barcelona.

La anécdota era el morbo que envolvía el glamour de la gala, la pelea del director de la Academia con la ministra de Cultura, una pelea, en definitiva, por el futuro: ¿cómo afrontamos la vida beneficiándonos de nuevas tecnologías como internet sin acabar con el sustento de los creadores, igual da que canten, hagan cine o escriban libros? Esa bronca tardaremos mucho tiempo en resolverla. Pero la historia reciente, la que ahora nos debe preocupar, dirá que a los 25 años de la creación de los premios del cine español, gasas y tules, escotes palabra de honor así  como los negros de etiqueta no vestían las galas, como antaño, para ovacionar y premiar historias de princesas, aventuras amorosas, películas de época  o ficciones futuristas. La imaginación, la ficción, la fantasía de la industria cinematográfica española y los efectos especiales de Reyes Abades han estado este año al servicio de un pasado, parece que reciente, de enfrentamientos y conflictos y un presente de perdedores. Es una manera artística y no parece que caprichosa, de tumbar sobre el diván del psiquiatra a la sociedad española. Porque este arte sí que imita a la vida. Deberíamos hacérnoslo mirar…
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