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El arte de Adrià

El arte de Adrià

miércoles 13 de junio de 2007, 19:49h

Apocalípticos e integrados ponen hoy, con similar expresión de arrobo lindando con el orgasmo, los ojos en blanco, genuflexos y mirando a Kassel (Alemania) por la inclusión, en la actual edición de la Documenta, del multiestrellado cocinero Ferran Adrià. 

¿Es la cocina un arte? Eso queda al buen raciocinio o, en todo caso, al arbitrio personal. ¿Es el propietario de El Bulli –tres estrellas Michelin—un artista? Contestemos a la gallega, ¿lo era Andy Warhol? ¿lo es Javier Mariscal? Ciertamente, Ferran, Andy o Javier son famosos –témome que ricos--, bendecidos por los medios de comunicación, incluyendo a los críticos solventes –haberlos haylos—y, por descontado, un espectáculo que trasciende sus obras concretas.

Lo cierto, que esta mañana, en Kassel, el cocinero catalán posó con la troupe de artistas de la Documenta de este año. Y algo debía olerse Adrià porque se hizo acompañar, en funciones de ninfa Egeria, por Juan Mari Arzak, santo de la devoción gastronómica generalizada, con un look ultra-fashion (especialmente matadoras las gafas de diseño que lucía –es un decir--  el donostiarra). No se ha puesto una pica en Flandes, pero en cambio se ha colocado un cazo en Alemania. Todo a la mayor gloria de Ferran, un chico de L’Hospitalet de Llobregat, en la cuarentena granada, que, tacita a tacita, ha tocado el Cielo con la mano.

Hace años que a Ferran Adrià Dios le bajó a ver y por partida doble. La primera, su socio Juli, el de los números y el márketing sosegados y tranquilos, pero terriblemente efectivos, como salta a la vista por el éxito logrado. La segunda con la curiosidad de la que el cocinero está dotado y que le hace experimentar con sabores y texturas casi desde sus tiempos de arrapiezo callejero de ciudad suburbial hurgando en el interior del bocadillo de la merienda.

Adrià, siempre cocinero, ahora artista de alcance cósmico (eso dicen los de la Documenta), puede permitirse entre fogones todo lo que quiera y algo más. Yendo al rebufo de lo que hace veinte años, quizá alguno más, se dio en llamar la nouvelle cuisine, andando por los caminos desbrozados por Arzak, Pedro Subijana y otros chefs vascos, ha creado escuela. Hasta el punto de que hay incluso más bofetadas por trabajar de pinche en El Bulli que por sentarse –hay casi 200.000 peticiones en su lista-- en una de sus mesas. Sin duda, la gloria para Ferran. No así para miles de comensales. Me explico. Lo que hay de bueno en el cocinero catalán, se transforma en malo, en la cohorte de discípulos-imitadores. Ese es su talón de Aquiles, su punto débil. Lo que en Adrià es genialidad e innovación, en sus epígonos –los más o menos legítimos y los espurios—puede llegar a alcanzar la categoría de peligro para la salud pública. Malditos sean pues sus imitadores, ya que en ellos se dan los defectos del modelo y los propios.

¿En un plato de El Bulli hay arte? No siempre. ¿Hay comida? Por lo general sí. Pero lo que en él no falta nunca es imaginación. Imaginación y negocio, claro.

[Estrambote libresco: para saber más del cocinero de Cala Montjoi, el columnista –esta vez con exhaustivo conocimiento de causa—recomienda el recientemente aparecido  “Luces y sombras del reinado de Ferran Adrià” de Miguel Sen, publicado en La Esfera de los Libros, y que está llamado a ser obra de referencia, porque va a disgustar –no siendo esta la intención del autor-- por un igual a los defensores y a los detractores del “artista” de El Bulli].

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