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Opinión: Paco Luis Murillo

Y ahora Portugal

Y ahora Portugal

sábado 09 de abril de 2011, 00:27h
  Se nos dice, se hace énfasis en ello, que las finanzas públicas de estos países habían llegado a ser insostenibles, que sus élites políticas y económicas habían gastado a manos llenas los recursos de los que disponían, y aún más allá. No digo que no. Tan sólo hace unos años (unos años que ahora se añoran y que a buen seguro no volverán), cualquier atisbo de prudencia o sensatez era inmediatamente descalificado, y su autor motejado de poco ambicioso, timorato, pesimista, o aún cosas peores. No se trata entonces de ignorar la viga en el ojo propio, como algunos  hicieron desde un optimismo injustificable, con las consecuencias por todos conocidas, sino más bien de tentarnos la ropa para llegar a saber, en la medida de lo posible, a qué atenernos.  No soy amigo de las teorías conspiratorias, esas que hablan, por ejemplo, de que fueron los judíos (así, en general) los que derribaron las Torres Gemelas. No creo en la maldad intrínseca de los mercados (otra vez dicho así, de forma general, sin ni siquiera tomarse la molestia de reflexionar un par de minutos sobre qué cosa sean, mezclando  de tal forma a  pequeños ahorradores y grandes fondos especulativos). Pero también sospecho, al mismo tiempo, que nada de cuanto acontece es producto del azar. Tiendo a pensar, más bien, que los cambios tecnológicos han sido tan profundos en el nuevo escenario global,  que es la propia economía (los mercados si prefieren) la que hace tiempo dejó atrás a la política. Las enormes potencialidades abiertas por las nuevas tecnologías han tenido una enorme incidencia, todavía insuficientemente evaluada, en las nueva configuración de los mercados de capitales.  Por decirlo en términos hípicos,  en los últimos quince años la economía le ha sacado a la política varios cuerpos de ventaja.    Las decisiones realmente importantes, desde los tipos de interés que pagamos, a la pensión que (con suerte) nos habrá de quedar, ya hace años que dejaron de tomarse en el escenario nacional. Y eso produce inquietud, naturalmente: lo  que lo que estamos contemplando a ojos vista es una progresiva e imparable dilución del Estado,  un fenómeno radicalmente nuevo, y que afecta no sólo a la Europa derrochadora y mediterránea. Un proceso social que se puede ver con nitidez en Francia, posiblemente la nación europea con un debate político de mayor altura, y cuyo electorado se ha acostumbrado a poner en jaque a su clase política.     Soy un periodista, no un político. Tengo por tanto más preguntas que respuestas, más dudas que certezas. Aún así, de algo estoy seguro: los nuevos Gobiernos que en pocos meses se habrán de constituir en Andalucía y en España, van a pedirnos un mayor esfuerzo y rigor. Quid pro quo: exijamos a cambio la mayor honestidad y contención en el uso de los recursos públicos. Europa entera no va a consentir por mucho tiempo que sus parlamentarios exijan viajar en primera clase, para poder desplazarse así a Estrasburgo o a Bruselas.  No es demagogia. Se llama ejemplaridad, y resulta imprescindible en estos momentos.
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