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El cuento del Príncipe y la princesa

El cuento del Príncipe y la princesa

viernes 29 de abril de 2011, 11:56h
Las obligaciones de un Príncipe eran, antes, lo primero de todo casarse con alguien buscado de entre las casas reales (o casi), tener hijos que diesen continuidad a la dinastía y aguardar a que su padre falleciese para acceder al trono. Yo creo que ahora las cosas han variado un poco: estamos en la era de la igualdad del hombre y la mujer y en la de la rebelión de los herederos, que han buscado el amor antes que la conveniencia o la paridad de sangre. Y eso les vendrá bien a las casas reales, tan necesitadas de un poco de viento fresco. Muchas veces me he declarado monárquico, incluso a pesar de algunos fastos y oropeles recientes, tan seguidos por la opinión pública, como la boda londinense de este viernes, tan ajena a las carencias y expectativas de una sociedad en aprensión y en cambio: comprendo que una parte de la opinión pública, azotada por las cifras del paro y por la carestía, contemple con recelo y hasta con irritación el lujo de los Rolls Royce y de las carrozas. Pero prefiero en la jefatura del Estado una figura que se halle por encima de los partidos y de los territorios, para evitar disputas políticas que desgastan a las naciones: ¿qué males suplementarios se nos derivarían de tener en España, por ejemplo, un presidente del PP y un primer ministro del PSOE, pongamos por caso, cuando ambos partidos han sido incapaces de llegar a grandes consensos incluso en los momentos de aflicción nacional? Pero, como digo, los príncipes ya no son lo que eran: no necesitan mezclar sangres azules para engendrar principitos, ni pueden intervenir a su libre albedrío en los asuntos del Estado, más allá de aquello para lo que sean requeridos (que, en el caso español, me parece que debería ser bastante más que ahora). De la misma manera, sus evidentes privilegios tienen que verse justificados por una dedicación extraordinaria a su país, que resulte patentemente rentable a los intereses nacionales: la familia real ha de ser la primera vendedora de los productos, tangibles e intangibles, de una nación. Y su posición indiscutiblemente apartidista puede convertir al monarca, e incluso a su heredero, en árbitro de disputas partidarias, territoriales e institucionales. Estoy abogando, sí, por una mayor participación de la que hasta ahora viene siendo habitual del Rey y de su heredero en las cosas del Estado: reinar no es gobernar, pero tampoco ser, en frase feliz de un ex presidente del Gobierno, un jarrón chino, muy vistoso y lleno de medallas, pero perfectamente inútil. El futuro Felipe VI tendrá que ganarse el puesto cada día, y ello debería derivarse de algunas modificaciones constitucionales que garanticen la idoneidad del Rey para ocupar la Jefatura del Estado. Los Príncipes de Asturias, cada día más activos, sirven para dar lustre a la Corona española en una boda real en Westminster, en la canonización de un Papa, en un viaje oficial a Jerusalén, en una cena en el palacio de Oriente o en la toma de posesión de un presidente iberoamericano. También para resaltar instituciones o iniciativas meritorias. O en representación del Estado en las comunidades autónomas, en todas las comunidades autónomas. Creo que su papel se está definiendo ahora con precisión milimétrica, de lo que, tras tantos errores, me alegro. Ahora, cuando avistamos una nueva era por tantos conceptos, lo esencial es no dar ni un solo resbalón: quizá la Monarquía británica se los haya podido permitir. La española, pienso, de ninguna manera. Galería: las mejores imágenes del enlace>> Lea también: Los príncipes herederos prefieren casarse por amor, por Carmen Enríquez El príncipe Guillermo y Kate Middleton serán duques de Cambridge Encuentros y desencuentros de los Borbón y los Windsor La elegancia de la Reina Sofía y la Princesa Letizia
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