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¿Alguien no es progresista?

¿Alguien no es progresista?

domingo 26 de junio de 2011, 00:18h
Para la visión de izquierda, es progresista el que quiere “cambiar las estructuras” hacia crecientes situaciones de igualdad. Para la de derecha, es quien está comprometido con el crecimiento, la abundancia y la prosperidad. Para los conservadores, lo es quien apueste a obras que perduran, como puentes, rutas, puertos, ferrocarriles. Difícilmente se encuentre a quien no se defina a sí mismo como una persona progresista. Personalmente me he encontrado con la situación curiosa de interlocutores que niegan de plano la condición “progresista” de sus adversarios, por las razones más insólitas. “¿Cómo va a ser progresista De Narváez, que estuvo con Menem en los 90?” he escuchado de algunos. “¿Qué me va a hablar de progresismo Alfonsín, que tiene una visión de la economía de las más obsoletas y atrasadas?”, me han dicho otros. Mi reflexión va más allá: la propia Cristina Kirchner, y el kirchnerismo, ¿no se consideran a sí mismos “progresistas”, mientras son cuestionados por la oposición en gran medida por no serlo debido a cercanía a la corrupción, su tolerancia al delito y sus políticas fuertemente clientelistas? Desde esta columna hemos sostenido repetidas veces nuestra convicción de que el término debiera erradicarse del debate político, sencillamente porque no quiere decir nada. “Oculta más de lo que expresa”, hemos sostenido.          Es que si asumimos que las palabras deben servir de instrumento a las ideas para la construcción del diálogo, pero a la vez aceptamos que las palabras no definan para los interlocutores las mismas cosas, el diálogo –esencia de la política tanto para construir acuerdos como para definir diferencias- se hace imposible. La palabra “progresista” parece acerarse más a las convicciones religiosas que a la política secular, en la que lo concreto manda porque abarca a personas con convicciones diferentes pero que, sin embargo, deben entenderse para poder vivir en comunidad –local, regional, nacional y hasta planetaria-. Si usar palabras confusas puede resultar poco saludable para la convivencia en general, lo es en grado particular para la política, cuyo propósito es articular visiones diferentes pero requiere, como mínimo, que los interlocutores hablen el mismo idioma, tanto para coincidir como para discrepar. La reflexión se ha actualizado luego de la confluencia entre Raúl Alfonsín, Francisco de Narváez y Javier González Fraga. Tres visiones diferentes del “progresismo”, en cuanto los tres se consideran a sí mismos serlo. No podemos olvidar el camino por el que se arribó a ese acuerdo dentro del espacio radical. Las posiciones ideológicas más intransigentes o partidariamente más “puras”, lideradas por Alfonsín, vienen de descalificar poco tiempo atrás no sólo a Francisco de Narváez –y a Macri, que es bastante parecido- con los motes de “liberal” o “neo-liberal” utilizados en forma despectiva, sino que con los mismos epítetos atacaron a Julio Cobos y Ernesto Sanz, por sostener la conveniencia… ¡de las mismas alianzas que al final ha impulsado Ricardo Alfonsín! Dadas las cosas como se dieron –y como no podían darse de otra forma, si de lo que se habla es de la acción política y no de una cátedra de filosofía o historia de las ideas-, el resultado de haber usado aquella palabra como arma de lucha es haber dejado una multitud de heridos y enojados, que se han sentido usados o rechazan en forma terminante una confluencia que estaría “desnaturalizando” la esencia de su lucha. Sin embargo, si volvemos las cosas al revés y en lugar de comenzar con “la palabrita” lo hacemos con la definición de los objetivos a impulsar desde el poder, que es mucho más concreto y verificable, nos encontraremos con que unos y otros terminan proponiendo cosas iguales o muy parecidas, aunque su vestido ideológico recíproco provenga de familias políticas con tradición diferente. Tal pasa con las obras de infraestructura necesarias, con el contenido de la revolución educativa, con las políticas de inclusión social que reemplacen al clientelismo por sistemas normatizados alejados de la discrecionalidad, con la estabilidad de las políticas fiscales, con la reconstrucción democrática del sistema institucional de toma de decisiones, y así en numerosos capítulos de la realidad. Y, en todo caso, las diferencias con quienes postulan caminos diferentes quedaría más clara. Por ejemplo, en el caso actual, no habría dudas que en la confluencia "Alfonsín - de Narváez" no cabría el kirchnerismo, aunque se auto-proclame "progresista". Pero las cosas, en política, se dan… como se dan. Sobre algunos procesos es posible tener control. Otros caen en las brumosas situaciones de las incertidumbres, que terminan definiéndose por sí mismas, dando o quitando razón a quien haya apostado por la opción que en definitiva la realidad imponga. Pocas veces como en estos tiempos se han acercado tanto los hechos sociales –y los de la política- a la incertidumbre cuántica de la materia más elemental.  Ante la confusión, reiteramos nuestra convicción: lo que importa y define las opciones políticas son las medidas propuestas, las que conformarán la agenda del período de gobierno al que se apunta. Si se comienza por ahí, es notable cómo comienzan a aparecer las coincidencias entre viejos adversarios, con los que no había contacto por el tabú de prevenciones atávicas y cuasi-metafísicas. Desde esa perspectiva, la confluencia Alfonsín-González Fraga no peca por audaz, sino por tímida. Porque la nota más imperiosa de la agenda argentina es la reconstrucción del sistema institucional –para contar con una adecuada herramienta de gobierno-, la liberación del crecimiento –dándole racionalidad al manejo económico- y fuertes políticas de inclusión que hagan equitativa la convivencia –en las que las propuestas no implican reinventar la pólvora-. Aunque me cueste un seguro debate con queridos amigos más aferrados a los marcos de interpretación de otros tiempos, tengo la convicción de que en esa agenda no sólo caben y debieran estar incluidos los protagonistas que ya lo están, sino muchos más, a su “izquierda” y a su “derecha”, que si se liberaran del atavismo oscurantista de las palabras polisémicas, serían solidarias con los mismos objetivos y los completarían, sin dudas, con una mayor y saludable riqueza de matices.
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