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El miedo, el mayor daño colateral de la crisis

El miedo, el mayor daño colateral de la crisis

miércoles 09 de enero de 2013, 07:48h
El miedo es una ponzoña que las más de las veces no percibimos o no aquilatamos debidamente. El miedo es también la piedra de toque de nuestro temple personal: es él precisamente quien muestra la valía y alcance de los principios que aseguramos tener en una dignidad solo comparable a la del hidalgo castellano que prefiere rechazar una cazuela de gallina antes que mostrar su caquexia.

El miedo es también libérrimo y graduable. Por ejemplo, no es comparable el miedo de una madre ante el posible violador de su hija que el de un editor del telediario que sospecha que dar determinada noticia secundaria le puede costar una bronca o el despido: el primero es invencible el segundo es axiológicamente fútil.

El miedo a ETA no es comparable en un político del PP en Euskadi que en otro del mismo partido en Murcia. O el miedo al atraco de un navajero no es ni remotamente comparable en una limpiadora que regresa de madrugada a su apartamento en La Elipa o a un expresidente de Bankia que llega en coche y con chófer a su morada en Somosaguas. Y todos los anteriores son diversos del miedo que se experimenta haciendo puenting, leyendo una novela de Stoker o colándose en el metro.

Días atrás un amigo me contaba que tiene miedo a su jefe, un hombre 10 años menor que él, sin familia propia, que -atención, esto es inaudito- gana menos que mi amigo y que trabaja mucho, día y noche: llega a las ocho, se va a las veintiuna y resopla cada vez que alguien se va antes que él y al día siguiente se desquita sobrecargando las tareas del osado. "Tengo miedo", me decía, "no me atrevo a decirle que tengo mujer e hijos en edad escolar que me necesitan para hacer los deberes, entender las mates o hacer la cena".

Hay miedo a hacer huelga, a utilizar completa la hora de comer o a pasar como gasto el coste de un taxi cuando se visita a un cliente.

Hay miedo a decir que se está cansado o que el jueves se salió a cenar o al cine con la pareja; hay miedo a ponerse enfermo o a no ser capaz de hacer el trabajo que hasta ayer hacían dos cuando no tres personas y que hoy, bien lo sabe el miedoso, están en el paro. Hay miedo a que nos vean reír, hay miedo a que el anunciante retire su aportación si no nos rendimos a sus intereses.

El miedo se come la verdad. El miedo se come la libertad. El miedo se come todo por lo que hemos luchado. Tengo amigos que por no ser "vacas sagradas" o consagradas no pueden opinar con libertad en sus medios porque saben que el menor de los deslices dará con sus huesos en el Inem: decir la verdad, hoy, en España, no es posible. Lo peor de todo es que la mayoría lo comprendemos, miramos nuestro derredor para que no nos vean y luego palmeamos al afectado esperando que a nosotros no nos pase, mirando al suelo y tragando saliva por nuestra desafección, deslealtad, traición... depende de cuánto nos exijamos.

"El ánimo que piensa en lo que puede temer empieza a temer en lo que puede pensar", escribió Quevedo, y su coetáneo Shakespeare nos dijo que solo tenía miedo del miedo de los otros. Lastimosamente, sobreponerse al miedo y enfrentarlo no da de comer, al contrario, quita hoy el pan de nuestras bocas y mañana nos habrá quitado el vigor de la lucha, el afán de mejorar, la capacidad indicvidual y acabaremos descubriendo lo que muchos ya sabemos: su valor es nuestro miedo.

"No sólo al amor expulsa el miedo; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad y sólo nos queda la desesperación muda. Al final, el miedo llega a expulsar del hombre la humanidad misma". Ojalá Aldous Huxley estuviera equivocado.
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