Dice
Alfredo Pérez Rubalcaba que hay que reformar la Constitución en un
triple sentido: territorial, social y político. El detalle ni está aún (bien)
estructurado ni, mucho menos, suficientemente explicado, pero me parece que el
secretario general del PSOE, que tantos errores ha cometido en su última
trayectoria, tiene razón en este punto: sí, hay que introducir modificaciones
de calado en nuestra ley fundamental. Y sí, todo el Título VIII, dedicado a la
regulación autonómica, necesita una pronta actualización, de la misma manera
que en materia puramente política se precisa un barniz más participativo. La Constitución de 1978
nació cuando España necesitaba sacudirse el polvo de una dictadura centralista,
reorganizarse territorialmente y modernizar todas sus estructuras, comenzando
por algunos esquemas arraigados en un sistema fuertemente autioritario. Es
preciso, en ese sentido, un gran pacto entre las principales formaciones que dé
comienzo, ya con algo de prisa y sin demasiadas pausas, a un proceso de
convergencia y de reflexión a fondo con la meta del Cambio, que es algo más que
la suma de varios cambios, en el horizonte.
El
problema, en este bendito país, es que basta que el líder de la oposición
sugiera cualquier cosa, por muy demandada que sea por la ciudadanía, para que
el partido gobernante la rechace. Ocurrió, hasta sus últimos dos meses de
mandato, con Rodríguez Zapatero, como antes había sucedido con
Aznar y, antes,
con
Felipe González. Y, así, cuando Pérez-Rubalcaba pide una reforma
constitucional, desde el Ejecutivo se le echan encima, acusándole de
oportunista por no haberlo propuesto antes y olvidando que el propio Partido
Popular ya trató de impulsar su propia reforma constitucional -reformando
también el Título VIII- cuando era el PSOE quien mandaba y quien, por supuesto,
se opuso a la iniciativa de los 'populares'. Y así, entre el '¿por qué no lo
hizo usted cuando le tocaba?', el 'y tú más' y el 'yo lo hubiese hecho mejor',
discurre el ínfimo debate político en esta España azotada por tempestades
contra las que nadie parece querer luchar con un mínimo de sentido de la
coordinación y de unidad, Pero ¡si ni siquiera se ha podido acordar, hasta
ahora, una alicorta reforma de la Administración local, con lo necesitada que está
de un viraje que la haga más eficaz y menos costosa! Entonces, ¿cómo confiar en
que se puedan acordar otros cambios de aún mayor envergadura, como la
regulación de la sucesión en el Trono, la ordenación territorial, la
participación activa de los ciudadanos en la cosa política, la reorientación de
instituciones como el Senado, la adecuación al mundo de Internet y un muy largo
etcétera?
Y
ahí seguimos, con una Constitución, la de 1978, muy válida en tantos aspectos.
Pero en la que, por ejemplo, aún se sigue hablando del servicio militar
obligatorio, que dejó de serlo...hace ya doce años. Inútil aferrarse a la plena
vigencia de una normativa que, contra lo que afirma el mismísimo
Rajoy, no va a
poder perdurar, tal y como está, durante una década. Ni mucho menos. Quien
tenga que meditar, que medite, porque ahora, cuando tenemos por delante un año
sin elecciones, es el mejor, quizá el único, momento para poner en marcha un
consenso en torno a un ambicioso plan de reformas.
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