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El poder del amor

El poder del amor

lunes 01 de abril de 2013, 15:47h
Ningún poder es más irresistible, ni más temible, que aquel disfrazado tras la máscara del amor. La nueva estrella mediática, encandilando a los medios de comunicación y a mí mismo, encarna lo mejor de la fantástica escuela argentina de interpretación. El director porteño Fernando Piernas es profesor de actores y cuenta con más de 25 años de experiencia en cine, teatro, danza y música. Según él, un actor en Argentina "sabe que su formación acaba a los 70 años, el día en que interpreta al Rey Lear o a Próspero, y no antes". Shakesperiano. Sin duda el arte de seducir a su público no tiene secretos para la novedad del momento, nuevo astro a pesar de sus 76 años, pero el bardo inglés debería escribir desde el más allá un nuevo drama sobre el poder, su ejercicio y la más sutil de las revanchas en la Roma de los césares.

En el acto primero el César, a quien Shakespeare podría llamar Germánico, se ve obligado a renunciar a la púrpura por su precaria salud y las intrigas de los senadores, y es recluido cerca de Roma. Está acabado. Reunido el senado para la votación, un nuevo César, Absolutus, es elegido entre sus pares para ostentar en su dedo el anillo con el sello del "imperium" romano. Shakespeare podría plantear una auténtica psicomaquia a través de un monólogo en el escenario, para hacernos saber por boca de Absolutus como Germánico, tiempo atrás, le humilló ante sus pares; los senadores prefirieron votarle a él. Pero nadie supo de ese amargo trago del postergado Absolutus. Lo aceptó con una sonrisa comprensiva, apenas torcida al mirar para otro lado. Como hizo siempre mientras trepaba de cargo en cargo por el "cursus honorum". Ahora, al entregarle el cargo de Augusto Pontifex Maximus, el Senado pone en sus manos los instrumentos necesarios para sus fines. 

En el acto segundo Shakespeare nos describiría los rasgos psicológicos del nuevo César, usando, por ejemplo, la elección de su nombre como prueba de su nueva condición renacida en el epicentro del poder. Absolutus rechaza numerarse, subrayando su unicidad. Ninguno de sus 256 predecesores se le puede comparar siquiera. Como él no lo ha habido antes, ni lo habrá después, pues renuncia, incluso, al ordinal primero. Será como el Unigénito por excelencia; Jesucristo. Pero nadie lo percibe como un acto de soberbia, pues para eso se hará llamar Absolutus; "sencillo". Después vendrá el despliegue de gestos humildes para subyugar a los espectadores.

Su antecesor, Germánico, era frío y distante. Incluso altanero. Absolutus le dejará en evidencia con su exagerada bonhomía y llaneza. El César anterior se arropaba con placer en los visones y armiños propios de su alta magistratura, calzaba delicados tafiletes y cordobanes rojo sangre, y se adornaba con oros mientras se dejaba conducir en las más hermosas cuadrigas labradas de maravilla, las mismas usadas también por su antecesor. El nuevo César quebrará todas las normas y tradiciones. Y las romperá seguro de sí mismo, con la sonrisa satisfecha de quien está encantado de haberse conocido. Estamos ante un líder capaz de mostrar a Roma su optimismo, su dominio del presente y por lo tanto su falta de miedo ante el futuro. Es lo que la plebe necesita para dejarse caer deslumbrada en las manos de su nuevo pastor. Es el auténtico poder de quien puede manejar a las masas con un guiño risueño del meñique. El poder del amor.Pero aún es necesario resaltar más ante los espectadores ese carácter único del nuevo César. Rechaza con desdén las pieles adoradas por los anteriores césares, las sedas y terciopelos, más propios de las cotizadas cortesanas de la Subura. El nuevo Imperator, Absolutus, necesita diferenciarse, elevarse sobre sus predecesores aún a costa de pisarlos; se enfunda una tosca toga de arpillera como los pobres de Ostia, rudos coturnos y se hace llevar por Roma en una carreta aún manchada de estiércol. Y al verle los súbditos caen de rodillas a su paso, en la aceptación sumisa y bienquista de los verdaderos dominados. Ven al todopoderoso, cuasi divino, condescender como un deus ex machina a su nivel, besarles, alargar sus dedos taumatúrgicos para tocarles; y el público, más servil cuanto más agradecido, echa abajo la platea con sus aplausos enfervorecidos. Harían ya cualquier cosa por él. La fase de acumulación de poder se ha cumplido. Ningún senador ni príncipe purpurado osará oponerse ya a la autoridad de Absolutus; ni tribunos ni cónsules.

En el tercer acto Shakespeare deberá resolver como el nuevo César usa tanto poder basado en el amor y la adoración. Deberá decidir si la estrella de Absolutus se agota en el aplauso y la mera autosatisfacción narcisista. O podría hacer de su protagonista un verdadero reformador, un revolucionario capaz de voltear Roma para ponerla de cabeza. Podría pedir a sus adoradores que dejaran de reproducirse como conejos, pues la urbe ya no puede dar más pan a tanta boca, y en el Tíber se acumulan los bebés ahogados por sus padres, incapaces de soportar más los llantos del hambre. Podría repartir entre los necesitados los riquísimos botines atesorados en las cloacas de la ciudad, o abrir el "cursus honorum" a las mujeres, posibilitando su acceso a los cargos más importantes, incluso ¿por qué no? al Senado y al mismo trono del César. El bardo, ávido lector de la Poética de Aristóteles, sabrá usar los consejos del Estagirita para mantener la tensión escénica, generando una cierta esperanza como medio de mantener al espectador, o al lector, encandilado.
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