lunes 01 de julio de 2013, 09:44h
Cuando a comienzos de año Rajoy
elegía la estrategia sobre el caso Bárcenas de tratar de pasar página, dije que
era un espejismo creer que conforme transcurrieran los días ese problema iría
adormeciéndose. Parece que el espejismo ha comenzado a desvanecerse.
La base principal de aquella
estrategia consistía en tratar de que los abogados del extesorero enredaran la
perdiz con habilidad, con el apoyo para ello de una acusación particular del PP
por el flanco y el mantenimiento de la fiscalía con una actuación de baja
intensidad que no llevara demasiado lejos las cosas. Creí entonces que esa
línea de trabajo era bastante frágil y que suponía contar con la complicidad de
una judicatura que bien podía no estar por la labor.
Todo indica que esa fragilidad se ha
puesto finalmente de manifiesto. Los abogados de Bárcenas lo han tenido cada
vez más cuesta arriba, sobre todo después de que los jueces sacaran del juego
la acusación particular del PP y el ministro Gallardón no estuviera dispuesto a
jugarse la credibilidad de la fiscalía para favorecer a Bárcenas. Eso sólo
tenía una conclusión probable: el encarcelamiento de quien fuera tesorero del
PP.
Pues bien, creo que este caso ya ha
llegado a su punto de no retorno. Algo que implica una cosa terrible: Rajoy y
su gobierno están ahora en manos de un preso, que pelea día y noche con la
tentación de tirar de la manta. Porque a nadie se le escapa que si Bárcenas
abre la boca, la credibilidad de Rajoy, su Gobierno y su partido rueda por los
suelos. Y esta situación se está produciendo cuando pareciera que el Gobierno
ha logrado recibir un claro apoyo de la mayoría de las fuerzas políticas para obtener
un apoyo en Bruselas que alivie la crisis que nos atenaza.
Esta situación deja a la ciudadanía
ante una disyuntiva nefasta: lanzarse contra un Gobierno que pareciera que
últimamente ha entendido la utilidad de concertar políticas de Estado (lo que
provocaría una acentuación de la crisis hasta límites inescrutables), o bien hacer
la vista gorda sobre la conducta interna del PP para evitar que empeoren las
cosas en el conjunto del país. Elegir esta segunda opción no es algo
infrecuente en la vida política: sucedió no hace mucho en la comunidad
valenciana y fuera de España quizás haya sido el caso de los gobiernos argentinos
de Menem el caso más exagerado. Es decir, la gente, agarrotada por la crisis
económica, puede optar por tragarse algunos sapos de considerable tamaño, con
tal de que no empeore su situación.
Ciertamente, elegir esa segunda
opción ensucia, empobrece, el sentimiento colectivo sobre el horizonte del
país. Significa aceptar un inmediato futuro moralmente indecente.
Un dilema que también atrapa hoy al
principal partido de la oposición. La crisis de liderazgo del PSOE, que le
impidió adoptar a tiempo la única política socialdemócrata posible en un país
sumido en una profunda crisis, la búsqueda de pactos de Estado, ha acabado
llegando a ella en las peores condiciones posibles: tras el estallido del escándalo
Bárcenas. Con lo que ha entrado en un curso de acción política rotundamente
incomprensible: ¿Cómo es posible pedir radicalmente la dimisión del presidente
de Gobierno para pocos meses después plantearle un pacto de Estado? Pues lo cierto es que, tras el encarcelamiento
de Bárcenas, el PSOE sólo pide ahora explicaciones y disculpas al Gobierno y su
partido. Con ello no hace otra cosa que participar compungidamente en la
deglución de los sapos. ¿Qué actitud adoptará el PSOE si Bárcenas acaba tirando
de la manta? Pues no le quedará más remedio que pedir de nuevo la dimisión de
Rajoy, contribuyendo a la inestabilidad política del país, porque desde luego
tampoco tiene la confianza de la gente para ofrecerse como opción de Gobierno.
En suma, el PSOE se ve zarandeado por la coyuntura sin poder ofrecer una
alternativa creíble y sólida.
¿Imaginan lo que puede ser entrar en
la campaña electoral en medio de esta percepción de futuro indecente? Pues eso,
acostumbrarse a vivir con esa sensación o bien dar una patada a la mesa y espolear
la crisis del sistema político hasta límites difícilmente imaginables. Si, ya
sé que el pragmatismo empuja en la primera dirección, pero no me negarán que
deja un horrible sabor de boca.