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Los animales y los humanos

Los animales y los humanos

viernes 02 de noviembre de 2007, 23:58h
(A propósito de “El Reino Animal”, de Sergio Ramírez Mercado)

Igual que Esopo, Sergio Ramírez recurre a los animales para hablar de los seres humanos. Con algunas diferencias importantes: 1. sus fábulas provienen de la vida real y es probable que sean verdaderas (bueno, al menos en parte); 2. en ellas los animales no hablan;  y 3. no tienen moraleja. Algo que se agradece.

Después de publicar  una impresionante cantidad de volúmenes de prosa, novela, cuento, ensayo y crónicas periodísticas, que han tenido enorme y entusiasta acogida en todo el continente y en otros, este gran escritor de Centroamérica, o digamos mejor de América Latina, nacido en Nicaragua-Niaragüita, tan entrañable, cuya epopeya abrió tantas esperanzas, nos trae esta vez un libro amable. Lo llamaría un divertimento porque se nota que se divirtió mucho escribiéndolo y porque nos divierte a quienes lo leemos. Es un libro inclasificable. Llevaría a la desesperación a ciertos críticos académicos, que no pueden dormir tranquilos hasta descubrir en qué casilla encajar la obra sometida a su disección.

En estas 216 páginas hay cuentos; hay crónicas tan breves que son poco más que gacetillas, para seguir la nomenclatura peninsular; hay sueltos de prensa o textos que lo parecen; hay informaciones sobre 19 especies animales, con sus nombres científicos en latín y las láminas correspondientes. En todo caso, el carácter híbrido del libro no preocupará mayormente a los lectores que disfrutarán, sin más, de su lectura.

Posee Sergio Ramírez, y lo ha demostrado en su caudalosa obra anterior (debo confesar que la conozco sólo parcialmente), un talento especial, misterioso, un sistema de apremios legítimos, supongo, el cual nos obliga a seguir leyendo hasta el final cada uno de sus textos después de haberlo comenzado. Es un lenguaje de tal fluidez  y naturalidad que nos parece estar escuchando la voz del autor, incluso a través de otras voces, y hasta intuir el sentimiento que oculta tras un rostro impávido y un tono objetivo.

El humor está presente en cada página, como el oído infalible para recoger el habla popular. El humor y el drama. La realidad banal que esconde una tragedia. El autor observa y escucha, pesca sus historias en la calle, en el barrio, en la prensa o en un parte policial. Parte casi siempre de un suceso curioso o anecdótico, a veces el humor se hace esperpéntico, como en el caso de la carpa que habla en hebreo antiguo para evitar su cercana ejecución, pero más a menudo, tras el suceso ridículo o absurdo, se siente una aguda sensibilidad social y un trasfondo melancólico. Al escritor le duele su país. Pero le duele aun más la condición humana.

Es un  libro de lectura grata, amable, friendly –como dicen los gringos para recomendar algún nuevo software-, pero de pronto la sonrisa del lector puede congelarse. Al que habla, personalmente, le partió el corazón la breve y simple historia de ese niño campesino de 8 años que vendía algodón de azúcar en el Parque de las Madres, y a quien llamaban “Gallinita de monte”, nombre que se da en Nicaragua a la perdiz. Debe haber sido inquieto, movedizo y tímido, se adivinan sus ojos muy negros, sus piernecitas flacas y sus pies negros de polvo, después de la larga caminata desde Matagalpa hasta Managua en busca de trabajo. Su conmovedor afán de hacerse útil, su mansedumbre y su gratitud hacia la mujer buena que le compró zapatos, lo puso en la escuela y le dio trabajo. La ternura simple y maternal de la denuncia de la mujer y el horror de las pandillas, ya no juveniles sino adolescentes o infantiles, “Los Rucos”, “Los Ñatos”, “Los Pitufos” y “Los Macabros” que se enfrentan a pedradas y balazos y que se parecen tanto, ¡ay!, a las que ya tenemos en los barrios marginales de esta próspera capital.   

Conmueve también, de otro modo, la historia de las tres amigas egresadas de un colegio de monjas se reúnen en el café de siempre al cabo de veinte años y a las cinco de la tarde para confesarse sus vidas. Estas han resultado opacas, a ratos lúgubres. Recuerdan a la madre prefecta, autora de un librito titulado “Por qué cantan los pájaros” pero no logran recordar por qué, precisamente, cantan. El segundo encuentro, diez años más tarde, es todavía más melancólico que el primero: ahora sólo llegan al café dos de las antiguas colegialas, envejecidas y averiadas por el paso del tiempo. A la tercera cita, cinco años después, llega una sola de las amigas. Trae de vuelta el famoso librito de la madre prefecta. Su último pensamiento después de esperar en vano varias horas, es que nunca pudo recordar por qué cantaban los pájaros. “¿Habría alguna razón para que cantaran?”

Los relatos de “El reino animal” nos conducen con frecuencia al absurdo. O, mejor dicho, nos hacen conscientes del absurdo de la existencia. Está, por ejemplo, la historia del comportamiento sexual de los pingüinos y de lo mucho que ello preocupa a la señora Kuek, directora del Zoológico de Bremerhaven, mientras que el profesor Joseph Thompson, de la Universidad de Saint Joseph de Philadelphia y la señora Janet Voight del Museo de Historia Natural de Chicago concentran su atención en el complejo método de apareamiento de los pulpos. Nos divierte la historia de “Shakira y la Mosca”, narrada con habla preciosa y sabrosa por la madre de un niño de once años a quien llaman La Mosca, locamente enamorado de la cantante colombiana Shakira, que un día que huye de su hogar para estar cerca de ella.

“Treblinka” (*) tiene el formato de una conferencia, utilizado alguna vez por Chejov y por Edgar Allan Poe. El conferenciante da a conocer ante un auditorio poco numeroso sus conclusiones amargas y autocríticas sobre la crueldad de los seres humanos para con los animales que utiliza para su alimentación. En especial, lo conmueve la triste suerte de los pollos, que conoce de cerca por haber sido el más exitoso empresario avícola de su tiempo, llamado “el Midas del pollo crudo”, propietario de todo un conglomerado de empresas de crianza, destace y expendio de dichas aves.  Convertido en apóstol de la liberación de los pollos, este hombre sostiene que estas aves, en estado natural, son tan inquisitivas e inteligentes como los perros y los gatos: “forman hermandades y sociedades jerárquicas, se conocen unos a otros, aman y protegen a sus polluelos y disfrutan de una vida plena, construyendo nidos y durmiendo en los árboles”.

“Pero los pollos de crianza industrial –prosigue el conferenciante- están privados de una vida pacífica semejante. Permanecen apretujados por cientos de miles en galeras malolientes; no pueden moverse, pues cada uno vive en el espacio equivalente a una hoja de papel. Estos seres son llevados a las cámaras de ejecución cuando apenas tienen dos meses de edad, siendo que su rango natural de vida es de diez a quince años, si se les dejara vivir” Y más adelante: “En las granjas de procesamiento, señoras y señores, se cometen asesinatos en masa en una escala difícil de compender. La vida de los pollos es un eterno Treblinka*. Las víctimas son primero colgadas de cabeza en los ganchos de metal de una banda transportadora. Después pasan por un aparato que las decapita con  una zumbante navaja afilada, o se las sumerge en un tanque electrizado. Es horroroso que puedan ser testigos de su propia suerte y de la de sus congéneres a medida que se acercan al cadalso”. 

El desenlace de tanto horror es redentor y feliz. Agobiado por el sentimiento de culpa, el empresario ordena abrir las puertas de sus criaderos y deja en libertad a cientos de miles de pollos, que escapan en jubiloso tropel. ¿Les parece demasiado fantástico? Tal vez. ¿Podríamos imaginar por ejemplo, que el señor Ariztía, el Midas chileno de Pollos Ariztía, pudiera adoptar una conducta semejante? Tal vez no. Pero no importa. Reivindiquemos el derecho de los escritores y de los artistas en general, a la fantasía y a la utopía. Es un derecho que Sergio Ramírez ejerce con gracia y señorío.

En fin, tantas otras historias. Es un libro ameno, que entretiene siempre y a la vez estremece nuestra conciencia. El final de cada relato nos deja casi siempre un sabor agridulce. La vida es dura, compañeros.

*Alude al campo de concentración nazi de ese nombre, situado en el norte de Polonia.

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José Miguel Varas
Escritor y periodista
Premio Nacional de Literatura 2006
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