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Cuando la tranquilidad acaba matando

Cuando la tranquilidad acaba matando

domingo 04 de agosto de 2013, 13:24h
Comprendo que los madrileños y los barceloneses son gente aparte, especial, que están hechos de otra pasta y sufren toda su vida lo indecible en busca de ese ideal místico del relax y la tranquilidad como Indiana Jones en busca de la paz perdida. Es lo que tiene eso de vivir en macrociudades incontrolables donde solo desplazarse para ver una película en un cine o para cenar en un restaurante supone dedicarle un tercio de la jornada de descanso a desplazamientos, búsqueda de aparcamiento o logística del ocio. Ya me dirán que si ese estrés lo sufren los días festivos, qué será lo que padecen, los pobres míos, durante el resto de la semana laboral, levantándose a las claras del día para llegar en hora al trabajo, subir a tres autobuses y dos metros o soportar los kilométricos atascos de la autopista de Barajas. Es como vivir encerrado en un manicomio de los de antes del "salta la tapia". Por ello no me extraña nada que contemplen la vida en los pueblos como algo idílico, como un oasis de paz y sosiego que les devuelve la tranquilidad perdida en la gran ciudad. Si, además, las vacaciones en el pueblo le salen casi gratis porque residen en casa de los padres, suegros, hermanos, cuñados o primos, miel sobre hojuelas sobre todo en estos tiempos en los que ahorrarse un euro es una labor casi titánica. Y para colmo, la cerveza sale baratísima con tapa incluida y les dan conejo de campo con arroz, será por eso porque a los veraneantes forasteros le llaman aquí los "conejeros". Ya me dirán. No hay color. Eso son ofertas de verano y no las del Corteinglés.

Pero, claro, no todos somos madrileños o barceloneses. Algunos, aunque vivimos en grandes ciudades, como por ejemplo Sevilla, no sufrimos ese habitual estrés traumático porque, afortunadamente, todavía son urbes controlables y puedes ir dando un paseo al trabajo, a la tienda, al cine o al restaurante sin necesidad de montarse una odisea ni de salir de casa cinco horas antes. A eso se suele llamar calidad de vida. Así que cuando, por capricho o necesidad, desembarcamos en el pueblo la cosa cambia de color. El relax y la tranquilidad se suelen tornar en una especie de muermo existencial, en una inacabable repetición de diarias rutinas aburridas que te ponen los nervios en tensión y acaban por amargarte la existencia. Sí, no hace falta que me lo digan. En todas partes se cuecen habas y suele ocurrir lo mismo durante la época vacacional. En la playa, en el campo, en la montaña o en la ciudad no hacemos otra cosa que repetir actos asumidos de antemano, ya saben, desayuno, caminata hacia el mar cargados de sombrillas, neveras y toallas, comida repleta de arena, siesta, ducha, paseo por la avenida donde se instalan los chiringuitos de los hippies, pizza, helado de turrón y vuelta a casa. Todo cronometrado como un reloj. Y tan aburrido como en el pueblo.

Y lo malo que tiene veranear en el interior de la Andalucía profunda es la falta de incentivos, la escasez de alternativas, la nula posibilidad de encontrarse con algo diferente que te saque de la monotonía. Si yo les contara mi vida estas dos semanas se les pondría el pelo de punta. Me levanto temprano, a eso de las ocho, desayuno tostada con aceite y salgo a caminar o a escalar porque mi pueblo tiene unas cuestas que no se las salta un galgo y nada tienen que envidiarle a Las Alpujarras, vuelvo a las diez, me ducho y leo la prensa por internet. A la una salgo a tomar una cerveza con el peligro de encontrarte con alguien conocido y no tomar una sino veinte. Comes un gazpacho y conejo (aquí hay conejo en todos lados y casi todos los días, para que después Medio Ambiente prohíba cazarlos), te echas una siesta, escribes el artículo y, a las nueve de la noche vuelves a salir a cualquier terraza para repetir lo hecho a mediodía. Más cerveza y más tinto de verano con ensaladilla o conejo al ajillo. Te acuestas y vuelta a empezar.  Y así un día y otro día hasta que alcanzas las cotas ideales de buche cervecero que tardará dos meses de estricto régimen alimenticio a base de lechuga en volver a la normalidad anterior.

De internet no puedes abusar porque la cobertura es deficiente, la tele me aburre una hartá  y, para colmo, mi e-book del FNAC se me ha roto y los dos libros que me he traído en la maleta amenazan con ser leídos en una semana escasa. Para algunos este plan de vida es ideal de la muerte, pero yo, cuando llevo más de tres días así se me cae el mundo encima. Y eso que en este pueblo no se suelen aburrir. Todos los días se inventan algo. Cuando no es una verbena, es un pasacalles o una procesión. Y, a partir del día 11, el desmadre. Comienza la temporada de la Fiestasantos y aquí no hay quien pare. Cohetes como cañonazos cada tres minutos desde la siete de la mañana, bares abarrotados, charangas callejeras con músicas populares todo la santa tarde, ruido, mucho ruido por todos lados y un calor...asfixiante, sobre todo a partir de las doce de la noche. Eso es calor y no el que hace en Sevilla. De locos. Y a esto que los madrileños le llaman tranquilidad, yo le llamo hastío.

Les he hecho un somero resumen de lo que va a consistir mi vida en las próximas dos semanas de vacaciones forzosas en el pueblo. Ya les iré desglosando poco a poco y día a día el desarrollo de las mismas. Espero tenerles entretenidos si son urbanitas poco acostumbrados a la vida pueblerina. Ya verán como al final me dan la razón y afirman conmigo que como en casa, en ningún lado. Dónde va a parar.
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