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El mayor espectáculo del mundo

El mayor espectáculo del mundo

sábado 29 de marzo de 2014, 10:16h
Yo no sé lo que dirán los cientos de miles de alemanes, franceses, británicos, japoneses, suecos, canadienses, americanos que cada año visitan nuestra tierra, ni lo que les contarán a sus familiares y amigos a su regreso, pero deben de quedarse alucinados no sólo por las particulares costumbres y extraños ritos que rodean nuestra habitual existencia festiva, toros, Semana Santa y ferias incluídos, sino por la especial forma que tenemos los españoles, y más concretamente los andaluces, de afrontar en día a día en una comunidad en la que cuatro de cada diez personas en edad de trabajar está, al menos teoricamente, en paro y en la más absoluta miseria. Uno entiende, como me contaba un matrimonio yankie de visita en Sevilla, que sus hijas pequeñas entraran en el histerismo desbordante al contemplar en una estrecha calle del centro de la ciudad el paso de cientos de individuos tocados con hábitos negros, con velas y con capirotes al más puro estilo del Ku Klus Klan acompañados bandas de música y de una gentes que, como esclavos, portaban sobre sus cabezas, cubiertas con un extraño pañuelo blanco anudado, una imágenes que pesarían toneladas, mientras la gente se arrodillaba y se santiguaba al paso del cortejo. Las jóvenes estadounidenses se acordarían de la película Mississipi en llamas, de Alan Parker, y jurarian a sus padres que no volverían jamás a Sevilla por más explicaciones que les diera cualquier capillita local. Si acaso un ratito a Granada para asomarse al mirador de San Miguel y contemplar el fantástico espectáculo de la Alhambra en la puesta de sol como hizo su ex presidente Bill Clinton. No es para menos.

Pero a lo que iba. Lo más curioso para el turista extranjero que aterriza en el aeropuerto de San Pablo no son esas extrañas y típicas fiestas españolas rodeadas de sacrificio, sangre, ruído y alcohol, sino la particular forma de vivir de los andaluces, el hecho de que en cada manzana haya tres o cuatro bares repletos de parroquianos que se salen a la puerta con el vaso de cerveza o el gin-tonics vociferando como descosidos y fumando como carreteros. Acostumbrados, como están ellos, a comprar el alcohol en el supermercado, esconderlo en bolsas de papel y agarrarse la cogorza en el sillón de su casa viendo la final de la Super Bowl o de la NBA, consideran tercermundista nuestra arraigada costumbre de compatir el tinto de verano o los cubatas con los amigos en plena calle. Y no sé yo que es más tercermundista si buscar la cirrosis en solitario o compartirla con los colegas de farra. Otra cosa es que las nuevas modas juveniles como las del "botellón" en los descampados, que tantos adeptos han logrado en los últimos años entre la juventud española, no sean una forma nueva de suicidio colectivo similar al de los norteuropeos y americanos. Porque, al fin y al cabo, los chavales españoles que acceden a la botellona apenas si hablan entre sí con el estruendo de los autorradios y sus fijaciones con los chateos del whatsaap.

En lo que sí estoy de acuerdo con los turistas extranjeros es en la proliferación de bares que acumulan nuestras ciudades. Con esto de la crisis he podido comprobar como en pocos años han desaparecido cientos de negocios familiares, de tiendas dedicadas a la confección, a la alimentación, a las más diversas artesanías y, en su lugar, aparecen como hongos nuevos bares que ofrecen cubos de botellines de cerveza por cinco euros, gin-tonics de lo más variado que parecen una sopa de verduras y tapas precocinadas que podrían representar lo mismo la cocina andaluza o sevillana, que la de Nueva York. Debe de ser el único negocio que tiene asegurado su futuro. Y, digan lo que digan los extranjeros que nos visitan, bien que disfrutan en las terrazas de la imbebible sangría y las incomestibles paellas que les suelen colocar por delante. Asía que menos lobos Caperucita, que la gran mayoría por más que critiquen, vienen buscando lo que vienen buscando, sol, alcohol barato, tapitas y una forma de vida en la calle de la que la mayoría suelen carecer. Y si, además, pueden echarse la siesta, mejor que mejor.
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