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De espaldas al gran cambio

jueves 06 de agosto de 2015, 15:17h

La estadística es inapelable y, hoy, en algún elegante club náutico o en cualquier modesto chiringuito de los que salpican las costas italianas y españolas, alguien se comerá un sabroso pescado que, antes de caer en las redes, se alimentó de la carroña de esos emigrantes cuyos cadáveres forman ya parte de la cadena alimenticia del mediterráneo. Y no hagamos grandes gestos de horror y espelunca, porque cuando un pescado sabe bueno a la orilla del mar es muy difícil que la filosofía ética quiebre al hedonismo.

De todas formas, los bárbaros, antes de asolar el imperio, sufren muchas bajas, pero cualquier historiador sabe que los imperios no resisten el paso de los años. Porque ese es el gran reto, tan lento como perenne, el gran cambio que siempre han producido las migraciones, desde que el homínido se bajó de la rama del árbol y comprobó que podía desplazarse sobre los cuartos traseros.

Frente a ese enorme problema, esa gran enfermedad, los varandas de la Unión Europea recetan bicarbonato, porque todavía no se han enterado que el trastorno estomacal que llena de comida para los peces el Mediterráneo no es de indigestión, sino de hambre.

Y, si es decepcionante observar a los mandamases europeos, produce estupor contemplar a los nuevos jefecillos de la España espesa y municipal, los que van a traer la nueva revolución, el albor de la sociedad futura, entretenidos como gilipollas retirando cuadros y bustos, o quitándole la calle a Pemán, el escritor que logró que Rafael Alberti volviera a su España, viviendo todavía Franco. ¡Joder qué tropa! que dijo Romanones, pero ya sin sorpresas, porque intuíamos que los nuevos profetas traían tanto entusiasmo como ignorancia.

Y menos mal que el Reino Unido se ha enterado de que la niebla no ha dejado aislado el continente, y tiene en Calais a los nuevos bárbaros dispuestos a acampar en Westminster. A lo mejor por ese lado la UE se entera de la llegada de los bárbaros, mientras por aquí, a la orilla del mar, comprobamos lo sabroso que está el pescado, sin plantearnos lo que ha comido hasta llegar a la mesa.

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