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Cómo es posible llegar de Franco a Podemos

domingo 15 de noviembre de 2015, 11:00h

Cuando, este viernes, se cumplan formalmente los cuarenta años de la muerte de Franco y, por tanto, del ascenso al trono de Juan Carlos I, iniciando la transición a la democracia, va a haber muchas miradas retrospectivas, comparando lo que va de ayer a hoy. Claro que ahora todo marcha a velocidad vertiginosa: en mazo, publiqué un libro, ‘de Franco a Podemos’, una ‘historia vivida de España’ en la que, por poner un ejemplo, solamente de manera muy accesoria se hablaba de lo que parecía que iba a ser un ascenso del partido Ciudadanos, de Albert Rivera, aún anclado en la consideración de político catalán. Y fíjese usted en lo que dicen ahora, ocho meses después, las encuestas. Así que ¿cómo extrañarse de lo que ha cambiado todo en este país nuestro en el que más de la mitad de la población casi ni sabe quién fue aquel dictador llamado Francisco Franco y que se ha apresurado, excepto en algunos apartados de papel couché, a olvidar a Juan Carlos I, que abdicó no hace aún ni año y medio?

Empecé a escribir este artículo, no sé si nostálgico, precisamente cuando, en la noche del viernes, un atentado brutal en la capital de Francia sacudió las conciencias del mundo. Europa entera se conmocionaba, entraba en estado de shock y declaraba la guerra a un mal llamado Estado islamista, capaz de las mayores salvajadas inhumanas. Un español, un brillante ingeniero nuclear que vivía en París, Juan Alberto González Garrido, granadino, recién casado, murió tiroteado por los asesinos fanáticos en una sala de conciertos, Bataclan, que a menudo ha visitado mi propia hija, que también reside en la ciudad más bella del mundo. Juan Alberto, como ya la mayor parte de los españoles, nació después de la muerte de aquel a quien llamaron ‘el caudillo’, que mantuvo a España en la autarquía y el aislamiento hasta el punto de que ser europeísta era, entonces, casi un delito. Hay quien se resiste tanto al cambio que, hoy, cuando nuestros hijos se desparraman, por vocación, por erasmitas o por necesidad, por tantos países de la UE, la palabra ‘Europa’ no existe aún en nuestra Constitución. Y, claro, los jóvenes españoles se resienten ante los inmovilismos: de ahí el salto brusco que contemplamos quienes nos dedicamos a analizar lo que pasa en la sociedad española.

Me pasma a veces situarme ante la constatación de que, en el fondo, y reconociendo que de Franco ya no queda sino el Valle de los Caídos, los cambios que se han producido en el país durante cuarenta años no han sido demasiados ni lo suficientemente progresivos. Hay como un espíritu, oficial y oficioso, refractario a la evolución, a la mudanza. Ni siquiera los programas electorales más avanzados, en lo que los vamos conociendo, pregonan la ruptura necesaria en tantos campos: en el tradicional modelo territorial, por ejemplo. O en la reforma a fondo de las estructuras administrativas. O en profundizar en la regeneración de ese concepto que se llama sociedad civil, siempre tan dificultado por lo que hemos dado en llamar ‘nuestras autoridades’.

Y entonces, claro, se producen los estallidos: el 15-m y su deriva podemita, por mucho que vaya en descenso. O la explosión, no sé si técnicamente muy racional, del ansia secesionista de una parte de los catalanes, que se han creído el eslogan, por lo demás tan falso, de ‘España nos roba’. Más de una vez, en tertulias radiofónicas o televisivas, me he metido en un lío por decir algo que, lo lamento, pienso: la democracia que hemos construido es muy perfectible; no basta con acudir a votar cada cuatro años. Y ahora, cuando nos aproximamos a ritmo vertiginoso a las elecciones más decisivas desde aquellas que, en octubre de 1982, dieron el poder al PSOE de Felipe González, sigo sintiendo que nos hemos plantado, sin darnos cabalmente cuenta de ello, ante el mismo dilema de aquel 20 de noviembre de 1975, cuando el cadáver uniformado del dictador se mostraba a los viandantes en el palacio de Oriente: ¿reforma o ruptura?

Porque me temo que, a base de posponer muchas de las reformas necesarias (de la Constitución, de las administraciones, de las instituciones, de la enseñanza que va más allá de los múltiples planes educativos, de nuestro propio concepto de solidaridad con el mundo), nos hemos plantado ante una quizá inevitable ruptura en algunos campos: no hemos sido los periodistas quienes hemos inventado lo del ‘choque de trenes’ imparable entre dos concepciones de Cataluña, ni quienes denunciamos las patentes desigualdades económicas y sociales que dieron origen al movimiento indignado, ni quienes reclamamos una más activa participación española a la hora del eurocombate contra quienes son capaces de hacer lo que se hizo en París en la noche del pasado viernes, una noche que aún nos arranca lágrimas a quienes no podemos olvidar las que derramamos el 11 de marzo de 2004, una fecha en la que, como ahora, eran inminentes unas elecciones que podrían cambiar el rumbo político del país.

Tal vez, aprovechando el ‘revival’ sobre cómo y hacia dónde se forjó la transición a la democracia que hoy tenemos, una retrospectiva que nos facilitará este 20-n, encontremos también unos momentos para reflexionar acerca de por qué resulta ya inaplazable empezar a hablar –y a actuar en consecuencia-- de cómo encarar una Legislatura, la que comenzará en enero de 2016, que necesariamente tiene que ser la de la limpieza, la regeneración y la modernización. Y eso, ya se sabe, no se puede hacer sin grandes pactos políticos. Los que, en el fondo, no hemos hecho desde que, muerto el dictador, comenzamos a caminar hacia las libertades.

- El blog de Fernando Jáuregui: 'Cenáculos y mentideros'

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