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Constitución

miércoles 26 de diciembre de 2007, 14:49h
    La Constitución Española, vigente desde diciembre de 1978 emanó de las Cortes elegidas por sufragio universal en junio de 1977. No habían sido convocadas con carácter de constituyentes; y sin embargo lo fueron. El hecho no es insólito en la historia constitucional de España ni, por supuesto, en otros países. La consistencia de la Constitución que nace sin una previa convocatoria para alumbrarla sólo encuentra su explicación en el proceso político que fraguó el acuerdo necesario para darle sustento.
    
    La Ley de Reforma Política (1/1977) que permitió la convocatoria de aquellas elecciones de junio de 1977 había sido aprobada por las Cortes franquistas; de modo que en su contenido normativo no se incluía la elaboración de una Constitución ni siquiera hacía residir la soberanía en el pueblo sino una eventual “reforma constitucional”, cuya iniciativa atribuía al Gobierno (existente) y al Congreso de Diputados (por nacer), mediante una “Ley de Reforma Constitucional”, cuyo proyecto se sometería a referéndum. ¿Qué “Constitución” había de reformarse? Dado que no existía nada que pudiera tomar con verdad ese nombre es obvio que con ello se aludía a las vigentes Leyes Fundamentales de Franco, cuyo Régimen era presentado como “sistema de legítima delegación de autoridad” por el propio Jefe de Gobierno, el Sr. Suárez en su mensaje a la Nación, televisado el 10 de septiembre de 1976, con motivo de la presentación del Proyecto de Ley para la Reforma Política, aprobada también con rango de “Ley Fundamental”.

    Sin embargo la vía escogida -elecciones por sufragio universal-,  portaba la carga que podía dinamitar el tinglado institucional franquista.

    De entrada esas elecciones carecían de todo sentido si no se permitía la participación en ellas de todas las opciones políticas que, con mayor o menor consistencia, organización e historia, se habían enfrentado al franquismo; así que desde el gobierno de Suárez tuvo que abrirse el proceso de legalización. Este quedó atrancado allá donde se le había puesto -entre quienes pactaron la LRP- un límite infranqueable: el Partido Comunista, el más activo y por tanto el más fuerte en la lucha contra la dictadura y por las libertades públicas. Sólo se desatrancó cuando tras el asesinato de 5 de sus militantes en enero de 1977, en el despacho laboralista de la calle Atocha de Madrid, el PC dio muestra multitudinaria, de que era la fuerza política más capacitada para conseguir que la crispación política de un franquismo en descomposición, se resolviera pacíficamente.

    Aún así no todas las opciones políticas agrupadas en los organismos unitarios de oposición antifranquista fueron legalizadas antes de junio de 1977. Quedaron excluidos el histórico partido carlista, que había transmutado en democrático, monárquico pero de rama dinástica distinta a la de don Juan Carlos, y también partidos jóvenes y de jóvenes a la izquierda del PC, que se habían construido en la última década (al compás de las movilizaciones obreras estudiantiles y vecinales y de las luchas antiimperialistas de la época frente a EEUU y la URSS) cuyo propósito era,  tomar la democracia como impulso para la revolución política y social sin cuestionar la vía pacífica y electoral.

    Las elecciones de junio de 1977 se celebraron con un 80% de participación sin que ni su legalidad ni su legitimidad pudiera ser impugnada, aunque como queda dicho es fácil suponer las distintas opciones políticas concurrieron en las condiciones de desigualdad, asociadas a aquella situación crítica (los partidos todavía ilegales pudieron presentar sin sus siglas, candidaturas), y no sólo a las habituales de cualquier proceso electoral en una democracia consolidada.

    Grosso modo, las izquierdas concurrieron con un programa que incluía la conversión de la Cortes en constituyentes y la elaboración de una Constitución democrática, punto este, sobre el que la Unión de Centro Democrático -amalgamada opción que formó desde el gobierno el presidente Suárez- mantenía una interesada ambigüedad: no podía decir claramente ni de donde venía ni adonde iba; su mejor lema fue el de “habla pueblo habla” y su mejor cartel el de Suárez, que aunque  proveniente del Régimen no era el rostro de la dictadura (como sí lo había sido su antecesor en el cargo Arias Navarro) sino el que ponía voz a ese lema, desde arriba, esperando que el dictamen de los resultados indicara el rumbo.

    El resultado electoral fue conclusivo, UCD (en la que se habían insertado no sólo los “reformistas” del Régimen sino algunos sectores de la más moderada y tardía oposición al mismo) obtuvo el 34% de los votos. Pero entre el PSOE, el PC y el PSP obtuvieron el 43%; AP, liderada por Fraga, que pretendía reunir con sus “7 magníficos” las esencias a conservar del viejo Régimen, obtuvo el 8% (menos que el PC) y la ultraderecha que lo confiaba todo a que el Ejército tomara el poder no obtuvo ni un solo escaño.

    La transición iniciada solo podía tener ya un rumbo: una Constitución democrática así que las Cortes se convirtieron en constituyentes. Esto o estrellarse. Habría de hacerse pues lo que no estaba ni querido ni previsto por la Ley de Reforma Política. Recordemos que cuando Suárez la presentó, meses antes había hablado de la “transición de un sistema de legítima delegación de autoridad a otro de plena y responsable participación” Ahora la transición sólo podía ser dicha como de la dictadura a la democracia, culminando en una Constitución, que derogara -como así hizo- las Leyes Fundamentales del franquismo.

    Se ha pontificado mucho en la explicación del éxito de la transición, arguyendo que fue así porque todo el proceso fue dirigido desde arriba y “De la ley a la ley”. Pero aunque se haya dado por buena, ésa explicación no lo es.

    El principio de legitimidad democrático, expresado en la reunión de los representantes del pueblo libremente elegidos, se impuso  al principio de legalidad franquista haciéndole perder a este toda pretensión de vigencia antes de su derogación formal. Y desde ese principio democrático se pudo hacer una Constitución, -que ha conmemorado el pasado día 6 su 29 aniversario- cuya vigencia permitió la consolidación de la democracia, y con esta el período más largo de libertades públicas, progreso y reparto territorial del poder que España nunca tuvo.

    Si pudo hacerse es porque confluyeron en su aceptación (con diversos grados de apoyo, eso sí) las fuerzas políticas representativas de la inmensa mayoría de los votantes, y porque toda la ciudadanía accedió a las libertades públicas.

    Pero como toda la propaganda de la transición, encomió ésta como un proceso diseñado y motorizado desde arriba, “de la ley a la ley”, sin aparente  solución de continuidad con el régimen franquista (a pesar de las abrumadoras diferencias), y por mor de la continuidad de la Jefatura del Estado la Constitución no se convirtió en el símbolo de la democracia. En sus primeros años, bajo gobiernos de UCD, sus aniversarios ni se celebraban.

    A día de hoy parece que aún no está asumido que el mejor símbolo de la democracia no puede ser sino la Constitución. Una Constitución que surgió de la voluntad incuestionablemente mayoritaria del pueblo que la hizo nacer.

    En sociedades complejas y pluralistas esto implica casi necesariamente un acuerdo de fuerzas sociales y políticas distintas y aún contrapuestas, que saben medirse y respetarse mutuamente, y que no quieren zanjar violentamente sus inevitables contradicciones. Eso pasó entonces pero para que pasara no bastó la buena voluntad de llegar a acuerdos, sino que esta se abrió paso tras una intensa lucha en la que quedó derrotada no solo electoral sino ideológicamente toda pretensión de legitimidad del régimen franquista.

    Los intentos de golpe militar expresaron la falta de patriotismo de quienes no aceptaron su derrota ni el acuerdo constitucional que la institucionalizaba. Y el fracaso del golpe del 23-F de 1981, fracaso al que contribuyó el Rey, dejó claro para siempre que el único soberano en la Constitución es el pueblo, que así sea (en nuestra Constitución como en cualquier otra Constitución democrática) ha de concitarse el acuerdo de fuerzas políticas y sociales muy diversas y aún contrapuestas. El modo en que se llegue a este supuesto ya depende de las circunstancias propias de cada país.

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(*) José Sanroma Aldea es Presidente del Consejo Consultivo de Castilla-La Mancha
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