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El otro Fitur

lunes 04 de febrero de 2008, 04:25h
Canapés había unos cuantos, pero acceder a ellos era jugarse la vida entre los hambrientos visitantes de Fitur. Aquello rebosaba de gente, imposible caminar sin sortear a grupos, familias enteras, personas con una y varias maletas –que después descubrí que llenaban de panfletos de destinos turísticos sin ser trabajadores del sector- y matrimonios de mayores que iban con la cámara haciéndose fotos en los stands mejor caracterizados, no sé si para convencerse de que les quedaba bien el país o para hacerse pasar por Willy Fog al enseñárselas a sus amigos ochenta días más tarde.
Un stand a reventar era sinónimo de regalo seguro. A quién le importa viajar si acabas de pagar 10 euros en la entrada y lo que toca es amortizar, aún si el cambio es por 10 kilos de panfletos que no leerás jamás, veinte posters de lugares a los que no piensas ir, pins, bolis, gorras de propaganda y puñados de caramelos que terminarán rancios en cualquier cajón.

Raro era andar y no ser golpeado por un montón de bolsas llenas de información de países exóticos, de Castilla-La Mancha o de la ciudad natal del que portaba todo aquel equipaje sin cuidado ni medida. Lo increíble era ver gente corriente pasando con sus maletas con ruedas, cosa que sólo podía indicar que ¡estaba repitiendo experiencia y esta vez venía preparado!

Los visitates se abalanzaban sobre las azafatas y azafatos que regalaban un gorro de paja o un papel a rellenar para un concurso en el que competirían miles de buitres. Vi a un chaval harto de que le acosaran cada vez que sacaba una partida de gorras, de que cuando andaba con ellas debajo del brazo una señora madura le tirara por detrás sin mediar palabra exigiendo una porque ella ‘había pagado la entrada’ o de que al servirse una cerveza de un barril exclusivo para trabajadores se le formara una cola de diez personas al posar la caña sobre la barra. Este chaval, después de aguantar a un señor que le pedía una gorra detrás de otra, enumerando a toda su familia y parte de la vecindad, no pudo resistir la tentación de, a una señora pedigüeña y maleducada, tirarle la boina al suelo: “si la quiere la coge”, le dijo. Ella ni corta ni perezosa se lanzo al parqué y se fue con su obsequio.

Si un pin o similar era motivo de guerra santa, qué no sería un espacio con camareros ofreciendo comida y bebida gratuita. Imposible entrar, eso para quien se atreviera a intentarlo, y quien lo hacía tenía que pelearse para poder alargar el brazo hasta la bandeja, que se vaciaba a la velocidad de la luz. Vino de La Rioja, fabes en Asturias, cerveza en cualquier lugar, incluso tortilla de patata en Brasil, que los empresarios también aprenden de años anteriores: aunque en principio se trate de mostrar la idiosincrasia de cada lugar, lo primero es atraer y no hay español que no huela una tortilla a distancia. Matar por un pinchito es el estilo de más de los que ustedes se puedan imaginar.

La máxima de ‘lo gratis si gratis dos veces gratis’ se practica en estos lares como en, espero, ningún sitio. ¿Qué tendrá lo regalado y las rebajas que hacen olvidar la educación y el saber estar hasta al más pintao? Le hablaría de la odisea para conseguir un taxi después de esperar una hora en una cola kilométrica y aguantar el atasco a la salida del Ifema, pero estoy agotada, hambrienta, magullada y sin un pin que llevarme a la solapa.
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