Pueblo vasco
sábado 08 de marzo de 2008, 13:20h
Todo es excesivo. Siempre. Es una costumbre nacional de la que ETA también forma parte. Los excesos del fanatismo nacionalista tienen condenado al País Vasco. No hace falta vivir en el País Vasco para saber esto, pero como todo es exceso, los nacionalistas juegan demasiadas veces con esta retórica para dividir a los ciudadanos. “Yo vivo en Euskadi, ¿tu donde vives?”. La mayoría de la gente vive donde puede y siempre por casualidad, pero en Euskadi, hace ya tiempo, que todos los días alguien, desde algún púlpito, te sermonea acerca de tu pertenencia o no a eso que los nacionalistas denominan “el pueblo vasco”. Todos los días. Mañana, tarde y noche. Cuando no es el lehendakari son sus consejeros, sus obispos, sus palmeros o sus periodistas -los muchachos y las muchachas, por cierto, que, siendo portavoces de este gobierno, todavía no han comprendido que el periodismo consiste en prestar atención a la condición humana, olvidando los planteamientos abstractos, para así relatar los ultrajes, las injusticias y los abusos que la gente sufre; en definitiva, para relatar todo aquello que las autoridades no quieren que se sepa -. Hará un par de años ya que, tras una larga enfermedad, muriera el industrial José María Vizcaíno, el que fuera presidente del Círculo de Empresarios Vascos durante el período que abarca el año dos mil uno hasta el dos mil tres. Nunca tuve ocasión de conocerlo personalmente, pero a menudo recuerdo la valentía con la que muchas veces manifestó su preocupación porque en nuestra próspera sociedad nacionalista hubiera gente cobarde y disparatada que “persigue, acosa, amenaza y asesina a sus conciudadanos”, tal y como ayer sucedió en las calles de Mondragón.
Puestos a elegir, uno preferiría siempre un País Vasco dirigido por nuestros industriales y por nuestros comerciantes - con todos sus defectos - que dirigido por las personas que actualmente lo dirigen; o sea, burócratas, oportunistas, fanáticos, periodistas del ente público vasco y párrocos de aldea. Pero, bueno, como no hay nada más cansado que estar escribiendo todos los días las mismas cosas, me conformaría con que quienes dirigen esta comunidad autónoma dedicaran más horas del día a jugar a la petanca, mezclar alcoholes o diseccionar ranas, en lugar de subirse a alguno de los muchos púlpitos que disponen, para darnos el coñazo con eso “del pueblo vasco”.
Hace ya tiempo que el individualismo occidental descubrió la dignidad insustituible de cada individuo, con independencia de la raza a la que pertenece, la nación, el sexo, la edad, la religión, los defectos físicos que tiene, el sistema de creencias que le sustenta o cualquier otro derecho colectivo. Dicho de otra manera, el individualismo occidental – con todo lo que tiene de materialista, solitario y consumista - es el único que ha permitido el reconocimiento de los derechos del individuo con independencia de su comunidad y, si es necesario, también contra su comunidad. Por eso, porque en el nacionalismo vasco todo es excesivo, grandioso, mesiánico, teatral y, por supuesto, trasnochadamente religioso, pocas cosas son tan necesarias en nuestro desquiciado territorio histórico como acabar de una vez por todas con la mística del pueblo. No hay pueblos, hay individuos. Resulta asombroso que a estas alturas de la historia haya que recordar una afirmación tan simple, pero es lo que hay cuando se vive en una comunidad autónoma donde su máximo dirigente no tiene más empeño que “el derecho a decidir del pueblo vasco”. La democracia, por imperfecta que sea, solo tiene en cuenta a los individuos, no a los pueblos, ya que, como en su día dijera Daniel Cohn-Bendit, líder, ya sesentón, del famoso mayo del sesenta y ocho parisino, “toda definición de pueblo tiende, inevitablemente, al fanatismo, al totalitarismo, al racismo” y ahí están los sucesos de ayer en las calles de Mondragón y la terrible y desdichada historia del siglo veinte europeo para demostrarlo.