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Teocracias

viernes 11 de abril de 2008, 18:07h

El Parlamento Europeo pidió ayer a los gobiernos de la Unión que boicoteen los actos oficiales de inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín. La situación represiva en el Tíbet, amén de la escasa observancia y nulo aprecio que el régimen chino hace de los Derechos Humanos es el razonamiento elegido para esta solicitud a todas luces política. La razón cartesiana –una de las señas de identidad de Europa—frente a las tres teocracias envueltas en este conflicto. La fuerza de la razón frente a la razón de la fuerza.

Y el columnista elige, a propósito, el término de teocracias, aunque quizá convendría hablar de sacralizaciones. El Gobierno de la China postmaoísta, el del capitalismo de Estado, es una auténtica teocracia. No ya el Partido Comunista Chino, de coreográfica existencia formal, sino la élite que lo controla, la nomenklatura, ejerce de infalible representante de la Divinidad en la Tierra. Los dirigentes chinos, al modo del Hijo del Cielo, el Emperador de antaño (o de Mao Tse Tung, el Gran Líder, que viene a ser lo mismo)son omnipotentes y omniscientes. Ellos, y sólo ellos, saben lo que le conviene al pueblo. Eso sí, esta condición –gato negro, gato blanco, da igual si caza ratones—no les impide hacer excelentes negocios con Occidente, desde la condición que tiene China de potencia emergente.

Otra teocracia. La del Comité Internacional Olímpico (CIO). “Lo importante no es ganar, sino competir”. El ideario del barón Pierre de Coubertin ya nada tiene que ver con el sanedrín del CIO. Se sacraliza del deporte –citius, altius, fortius: más largo, más alto, más fuerte— no por el esfuerzo personal y el hermanamiento colectivo que representa, sino por el volumen de negocio que genera. Los prolegómenos se vivieron en 1984, con los JJOO de Los Ángeles, organizados –y explotados—por la iniciativa privada. Fue en 1992, con los Juegos de Barcelona, cuando ya nada volvió a ser lo mismo en el olimpismo. Fue un salto cualitativo, pero, en especial, cuantitativo: la demostración que los Juegos Olímpicos podían ser un excelente negocio para todos, empezando por el CIO. Los prohombres del olimpismo, por la cuenta que les trae, son los primeros interesados, aunque sea asiéndose al clavo ardiente de la Carta Olímpica, en que los Juegos de Pekín se celebren.

Y tercera teocracia: la tibetana. La que más motivo tiene para ser considerada estrictamente como tal. La que reclaman los tibetanos del interior y los del exilio. Un pueblo que, desde 1954, lucha por mantener sus señas de identidad. El Tíbet, demasiado lejos de Buda y demasiado cerca de China, como que ha sido absorbido por ésta. Su máxima autoridad, tanto espiritual como temporal, es el Dalai Lama. Es el pastor del pueblo, al modo de los antiguos reyes. Ni el propio dirigente supremo de los tibetanos, desde su exilio, pide que se boicoteen deportivamente los Juegos pequineses. Al contrario, desde su paciencia monástica y su reconocido pacifismo, busca el diálogo con los dirigentes chinos. Él, en nombre de su pueblo, sólo pide que se respeten los Derechos Humanos, los que se reconocen en la Carta de las Naciones Unidas que, en su día, China suscribió.

La vieja y contradictoria Europa, la que no se aclara frente al imparable fenómeno de la inmigración, en Estrasburgo, echaba ayer mano de la razón. Los Derechos Humanos, al menos sobre el papel de las constituciones de sus estados miembros, son un valor asumido por la Unión Europea. Y con mucha más convicción y con menos cinismo que el Comité Internacional Olímpico asume los postulados de la Carta Olímpica. Y con más interés con el que el gobierno chino, el del capitalismo de Estado y del despotismo imperial, pueda llegar a asumir las pocas migajas que, en este siglo XXI, quedan del espíritu del barón de Coubertin.
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