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Santa Cruz no es Kosovo, por si acaso

Santa Cruz no es Kosovo, por si acaso

lunes 19 de mayo de 2008, 23:57h

Todo tiene un comienzo y un final. El acabóse de Yugoslavia comenzó en 1977, regía la coexistencia pacífica entre EEUU y la URSS, y Yugoslavia era presentada como el modelo de socialismo anti-estalinista. Ese año Yugoslavia aprobó una nueva Constitución que concedía a sus repúblicas un control local sobre la economía y la política. Además del ejercicio cultural local y el uso de la lengua “materna” en la administración y la educación. Esa nueva Constitución tenía la intención, aunque no manifiesta, de convertir a la federación yugoslava en confederación. Tito estaba aún con vida.

El centro dominante (Serbia) tenía en ese momento un 40 por ciento de su población diseminada en las otras repúblicas, así que los serbios nacionalistas supusieron que esas “minorías” serían asimiladas o discriminadas por efecto de la nueva Constitución. Hasta la muerte de Tito, Yugoslavia vivió seis años en un caldero a presión. En ese lapso se reemplazó la dinámica del equilibrio (Tito) por la dinámica de las hegemonías (Milosevic). Fue cuando se descubre tardíamente el poco control que Serbia ejercía en Vojvodina y en Kosovo, regiones con “mayorías” no serbias.

Entre 1985 y 1986 la efervescencia social fue en aumento. La intelectualidad de toda la Federación pedía a gritos la apertura del proceso democrático, elecciones limpias y monitoreadas, pluralismo político y adecuación económica al mercado, para posteriormente garantizar la existencia federativa o confederativa al interior de la Unión Europea. El “este comunista” ya estaba herido de muerte; por eso la insistencia de la intelectualidad por asumir el expediente democrático, para salvar la integridad federativa.

Al morir los paradigmas ideológicos se abandonó la lógica de la lucha de clases y se la reemplazó por la lógica de los “nacionalismos larvados (étnicos)”. Milosevic dio un “golpe de Estado” al interior del partido en contra de Dragisa Pavlovic, presidente del partido, que se cansó de advertir sobre el creciente nacionalismo étnico.

La fascistización: “Si no estás conmigo eres mi enemigo”

En estas circunstancias lo más fácil es inventar un enemigo y se lo hace con el barro de la disidencia. Milosevic arrinconó a los intelectuales liberales y/o socialistas democráticos cuando pidió lealtad al “hecho serbio” y lo mismo pasó en Croacia, en Bosnia y en Kosovo. Los intelectuales y una cierta clase media prefirieron el silencio o el exilio. Algunos simplemente desaparecieron.

Milosevic (sebio) y Franjo Tudjma (croata), hijos del partido, se aliaron con sus respectivas iglesias: la ortodoxa y la católica contrarrestando el islamismo de Bosnia Herzegovina, que quedó en manos de un disidente que salió de la cárcel para dirigir la nueva república. Sobre todo las iglesias ortodoxa y musulmana pregonaron con insistencia a favor de sus respectivos nacionalismos; de esa manera asfixiaron a sus intelectualidades bajo de pretexto de la lealtad a la patria chica, a la bandera y a la iglesia regionales. Era una etapa en que lo absolutamente necesario hubiera sido el diálogo abierto y sin condiciones, pero los políticos nacionalistas/regionalistas y Belgrado confiaban más en la lógica de la fuerza que en el intercambio de ideas.

La desmembración fue un hecho militar y se trasladó al papel en Dayton, acuerdo que olvidó el tema de Kosovo. Milosevic pensó tener carta blanca y arremetió. Cuando fue amenazado por la comunidad internacional pudo haber evitado el ataque de la OTAN si suscribía el acuerdo de Ramboulliet, pues los guerrilleros de Kosovo aceptaron reconocer la resolución 1244 de la ONU en la que aceptaban ser parte de lo que quedaba de Yugoslavia a condición de la presencia de fuerzas internacionales de interposición. La intransigencia y la represión de Milosevic contra Kosovo fueron el último clavo en el ataúd de Yugoslavia.

Pocos parecidos, pero importantes

El MAS, como Milosevic, no leyó la realidad con los lentes de la objetividad, lo hizo con las anteojeras de la ideología. Ello produjo su contrario dialéctico expresado en otro extremo. El otro parecido: Las constituciones deben ser producto del consenso, nadie puede en un país de abigarrada población imponer unilateralmente ni su visión ni su cultura (los serbios frente a Kosovo), porque al hacerlo mueven el mecanismo de autodefensa extremo/nacionalista que se expresa con violencia abierta o encubierta.

Mis colegas suecos me preguntaron sobre la inminencia del enfrentamiento armado. Mi respuesta fue: No creo en la guerra civil a la yugoslava, no creo en la aparición de una nueva “Bolivia Oriental”. Hay varias razones. A Eslovenia y a Croacia las reconoció Alemania por encima de la Unión Europea. No hay ningún país, ni siquiera Estados Unidos, que vaya a reconocer a Santa Cruz como la capital de la “otra” Bolivia.

Si el conflicto en Bolivia persiste puede ocurrir lo que hoy está pasando en el Líbano: una suerte de “guerra irregular de posiciones y de baja intensidad”, localizada “en el hecho concreto”, fomentada por los extremos Hezbolá (Irán y Siria) y los paramilitares falangistas y drusos, ante la ceguera de las Fuerzas Armadas libanesas.

La “guerra irregular de posiciones y de baja intensidad” no debe confundirse con las guerrillas ni rural ni urbana. Es pura violencia delincuencial, racista y confesional, que emerge circunstancialmente para desaparecer y volver a reaparecer en otra latitud y en otro contexto. Así nacieron los “Señores de la Guerra” de tan triste recuerdo para quienes vimos la guerra de los Balcanes muy de cerca y la del Líbano, donde sólo estuve un par de veces en los finales del primer conflicto. Ojalá me equivoque y que Bolivia vuelva a la lógica de la sensatez.

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