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Vuelo a Madrid

Vuelo a Madrid

lunes 08 de septiembre de 2008, 05:48h

Atrapado por el realismo mágico de la Pachamama, hice cola cinco veces para poder subir al avión que me trajo de vuelta a Madrid. Una vez para pasar el control normal de pasaje, equipaje de mano y todo objeto metálico capaz de ser utilizado con fines terroristas; otra, para el control de pasaporte efectuado por un funcionario adusto que se sorprende que yo sea boliviano; la tercera, para entrevistas con la Interpol; la cuarta, para enfrentarme a la Brigada Antidroga, y la quinta, para ingresar definitivamente en el avión.

Me sorprendió que me llamaran por los altavoces. Un policía me condujo atentamente por pasillos, escaleras y laberintos hasta una sección del aeropuerto donde muchas personas abrían maletas y enseñaban sus contenidos a funcionarios uniformados, colaborados por perros sabuesos adiestrados en la lucha antidroga. Percibí una de mis maletas. Un policía aclaró mi situación.

—¡Ábrala! —ordenó. Los perros han detectado sustancias peligrosas en su maleta. Lo hemos traído para que usted vea que la revisión es correcta.

Abrí mi maleta. Los policías la revisaron a fondo y sólo encontraron libros. Imaginé que los sabuesos habían sido adiestrados por el ministro que aconseja no leer libros.

—¿Son libros bolivianos?

—Sí, señor, son libros escritos por bolivianos nacidos en Bolivia, excepto dos: Jefazo, escrito por un argentino, y Ciudadano X, escrito por un uruguayo. A fin de cuentas, estos datos son irrelevantes. Nuestro Presidente parece venezolano…

—Y usted parece chino. ¿Y qué va a hacer con tantos libros?

—Leerlos.

—Usted lee mucho.

—No tanto como el Vicepresidente.

—Oiga, no se pase y disculpe las molestias.

Después de hacerle una venia a la japonesa, volví a la cola número cinco y, al abordar, una azafata lindonga me condujo a mi asiento en primera clase. Me habían asignado una butaca junto al hombrecito de negro con cara de ratón y pelo engominado.

—¡Hola, Kafka!

—Aquí me tiene, de retorno a Praga. Oiga —me habló bajando la voz—. ¿Qué dicen sus compatriotas?

—preguntó señalando a un grupo numeroso de originarios que hablaba aimara.

—Dicen que en Bolivia hay epidemia de felicidad.

—¿Por eso huyen a Europa? ¿No le parece absurdo?

—Usted es el especialista. También dicen que el Presidente cocalero ha decretado la lucha de clases: los indígenas viajan en primera clase y los oligarcas en clase turista.

—¡Su país es rarito!

—Nada es raro en Bolivia. Nadie se entiende, pero dialogamos, llevamos 183 años dialogando a tiros, a sablazos, a dinamitazos, a puñetazos, a patadas, matando mineros, campesinos, estudiantes, apaleando a tullidos y discapacitados…

—Explíqueme por qué el Presidente boliviano tuvo que aterrizar en un aeropuerto brasileño y no pudo hacerlo en un aeropuerto de su propio país.

—Por la misma razón que se desplaza en helicópteros venezolanos.

—Espero escribir, muy pronto, una novela sobre un gobierno elegido democráticamente que se convierte, poco a poco, en una dictadura con la ayuda de movimientos sociales y fuerzas de choque racistas.

—No pierda el tiempo. Ya la escribió Hitler.

Kafka ingiere su pastilla contra el mareo y hojea un periódico en el cual se informa que en Madrid asaltan un banco, secuestran al director y los ladrones escapan tras robarle el coche a la Policía. La vida es un tango. Querido Kafka: usted no inventó el absurdo.

* Escritor

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