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Viejos y poderosos

jueves 17 de diciembre de 2020, 10:36h

La ancianidad es una fuente de experiencia vital y de sabiduría pragmática, cuando el viejo ha degustado la vida muchos años y ha sabido extraer aprendizaje de cada uno de los días vividos. Estos viejos son un tesoro.

Otros ancianos nos quedamos en el intento. En algún momento del pasado, fuimos conscientes de la necesidad de aprovechar el tiempo y la oportunidad de tener un día nuevo que añadir al bagaje y, a trancas y barrancas, apenas logramos extraer algunas conclusiones válidas. Las intentonas no constituyen éxito, aunque ofrezcamos un apresto de sabiduría. Creo que también somos útiles, precisamente, por los esfuerzos, que también son valiosos.

Los hay que aprendieron a servir desde su niñez, tuvieron la escuela en casa, con progenitores dominantes, algunos castrantes y otros geométricos y contundentes como el suprematismo. Luego, ejercieron su servidumbre prosternados ante sus cónyuges e hijos y, por último, mantienen su guión ancilar con sus nietos. Así, se hacen querer, aunque no sirven de referente.

Hay quien pasa por la vida de puntillas, procurando no mancharse con el polvo del camino y no aprende; huye de los charcos, tampoco se embarra y no integra experiencia; no se fija en las piedras, tropieza varias veces con la misma y mantiene incólume su torpeza. Son personas, pero vegetales. Es otro reino muy prolífico, de multitudes anónimas y anodinas.

Hay vejestorios, que sobrepasan los noventa años, y nunca abandonan el narcisismo primario de cuando fueron bebés. Éstos sólo viven para sí mismos desde que nacieron. Son tan longevos porque anduvieron reservándose. Usaron a sus padres, cónyuges e hijos para que les sirvieran y repudiaron a quienes no se avinieran a sus pretensiones. Ellos mismos no sirven para nada.

La sociedad de derechos que nos inunda, a partir de los 65 años, o antes, prescinde del potencial de la vejez. Eufemísticamente, y con una pizca de cinismo, dice que nos jubila, palabra que habla de júbilo y algazara jacarandosa, como si la madurez no nos hubiera llevado a sentar cabeza y tener sosiego para reflexionar y ponderar las opciones de cada decisión. Antes, de forma más honesta, se hablaba de “retiro”.

Estar retirado es andar con prudencia, observar lo que se nos ofrece, apreciar el esfuerzo de los más jóvenes, opinar cuando se nos pide y callar. La bisoñez petulante y el totalitarismo desprecian el criterio ajeno.

Esto lo demuestra la bachiller Adriana Lastra cuando chifla, en sede parlamentaria, que ellos “escuchan a sus mayores, pero pertenecen a otra generación”. Lo primero, no es cierto, porque escuchar es más profundo que oír y a esta señora le resulta insoportable incluso oír, ya que murmujea mientras hablan sus contrincantes. Cualquiera dijera que le falta urbanidad. Y, por muy mujer que sea, no puede aspirar y soplar a la vez. Por otra parte, la parte adversativa de su afirmación no es una categoría, sino una simpleza, que sólo sirve como proposición para adanistas.

Realmente, la jubilación a que se nos condena es un arrinconamiento de los viejos en el desván de la vida, como si fuéramos cacharros inservibles, ya defectuosos, que hayamos dejado de tener sentido y sólo nos quede un horizonte de progreso oscuro y las tinieblas por venir.

Los franceses dicen que “el trabajo es la salud”. En España, mucho más comedidos al respecto, decimos que “el trabajo da salud”. No es igual “ser” que “dar”. En todo caso, el trabajo no podemos considerarlo un castigo bíblico. Hasta Calvino, en su ciudad de Dios, lo dignificó, otorgándole un valor corredentor, nada menos.

Ante la barahúnda de jubilados que se ve venir, sin remedio, el Gobierno ha adoptado dos medidas: una, alargar la edad de la jubilación a 66 años, a la chita callando, previo incremento de 5 millones de la subvención a los sindicatos para que no rechisten; la segunda es la ley del puntillazo, que llama de “eutanasia”, para acabar cuanto antes con tanto pensionista que sólo produce gasto, y mucho, a más de viajes del Inserso que, aunque palien el desempleo temporal, no añaden productividad a la marca España.

Mi columna de hoy viene a exaltar la ejemplaridad de tres ancianos que, sin duda alguna, pertenecen al primer grupo que he descrito al principio. Son los virólogos Mariano Esteban de 76 años, Luis Enjuanes de 75 y Vicente Larraga de 72. Los tres han suspendido su retiro y han vuelto a incorporarse al CSIC, a seguir aportando su sabiduría y ayudar a paliar la pandemia, sin recabar emolumentos. El equipo, con escasos medios, está dispuesto a sacar otra vacuna, a finales de año, con todos los predicamentos científicos. Son un orgullo nacional, acreedores a la Gran Cruz de Alfonso X y un referente para los demás viejos.

No son los únicos. Hay profesores de universidad que siguen dando clase en escuelas para mayores, aun después de dejar de ser eméritos. Otros, respetuosos de su valía, siguen actuando en el teatro, crean frente a un lienzo, una partitura o un folio en blanco, acompañan a otros más viejos aún, supervisan el negocio transmitido a los hijos, enseñan trucos y recetas a los jóvenes que quieren aprender, dan conferencias lúcidas, o sirven de eslabón cultural para transferir ideales y valores, que los cuentos, patrimonio de los abuelos, sean fantásticos, sean retazos de la propia biografía, son un hontanar de saber y poder moral.

La vejez no es una carga, sino una dicha, si se sabe aprovechar. De entrada, la edad del retiro puede establecerse en 70 años, salvo para trabajos duros, que requieren gran esfuerzo físico, o afrontar condiciones extremas. El alivio del gasto en pensiones daría para mejorar los cuidados paliativos, que sólo atienden al 40% de los necesitados.

Los septuagenarios, en la mayoría de los casos, seguimos siendo autónomos y válidos. Podemos realizar labores auxiliares, quizá reduciendo jornada o trabajando desde casa, que se ha puesto de moda. Esto haría absolutamente innecesaria la ley de la puntilla que, por cierto, sólo existe en otros cinco países…

Estas medidas acrecentarían el desempleo, se me puede objetar. O no. Si el Gobierno destina los 65.000 millones que va a gastar este año en subvenciones sociales a inversión productiva, ayudas a la investigación y apoyo a los emprendedores, el panorama puede cambiar, felizmente. Pero, no; su objetivo es aumentar las masas famélicas, dependientes del Leviatán, que llamamos Estado, para seguir el ejemplo de Argentina y Venezuela.

Por hoy, vamos a disfrutar del ejemplo de postín de los doctores Larraga, Esteban y Enjuanes.

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