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El centro del universo

viernes 14 de julio de 2023, 11:26h

Ser mayor no es más que la prueba de resistencia a los zarpazos que, con seguridad implacable, te va asestando la vida por el mero hecho de haberte convertido poco a poco, año tras año, en uno más de los longevos supervivientes del mundo.

La más anodina de las existencias de cualquier ciudadano del mundo que sobrepasa el medio siglo es, sin duda, una historia andante de esperanzas, de anhelos, de sueños, de trabajos, de desvelos, de frustraciones y de alegrías que se encaminan con paso más rápido del que le gustaría a la única certeza que tiene toda persona desde que nace, la de que va a morir más tarde o más temprano.

Como la adolescencia en la sociedad líquida en que nos ha metido el siglo XXI puede llegar a prolongarse hasta cuatro o cinco decenios, muy probablemente esa certeza, que en épocas anteriores se alcanzaba entre los veinte y los treinta, ahora no se generaliza hasta la cincuentena. No exagero. Incluso puede que me muestre generoso con la óptica sobre nosotros porque no son pocos los que sobrepasan esa edad que aún tienen ensoñaciones, visiones y proyectos vitales más propios de la adolescencia que de la madurez.

Y detenerse a pensar en esas cosas tan desagradables como la muerte, desde luego, no forma parte de sus preocupaciones y menos aún de sus conversaciones con familiares o amigos: ¡Lagarto, lagarto! Que Dios te proteja de los agoreros y de los cenizos, de todos esos que vienen a aguarles la fiesta permanente en la que todos ellos aspiran a eternizarse.

Acaso por eso mismo cada día resulta menos extraño toparse con noticias escalofriantes en las que padres o madres, en pleno verano y con temperaturas por encima de los 30 º se olvidan de sacar a sus bebés y los dejan dentro del coche, minuciosa y metódicamente aparcado, no ya cuando se supone que tienen que dejarlo en la guardería antes de irse a trabajar, sino también cuando paran un momento a tomar una caña con los amigos, o a hacer la compra de todos esos artículos olvidados en el pedido del mes.

El resultado, después de varias horas expuestos al sol, en el mejor de los casos es un ingreso en urgencias del bebé, ya al borde de la deshidratación, o la sorpresa de encontrarse con su cadáver, desmadejado, infantilmente perplejo y con la certeza absoluta de que ya jamás podrán convertirse en padres adolescentes como los suyos. A estos últimos, supongo, se les vendrá el mundo encima y lo mismo en la cárcel que unos meses después visitarán ineludiblemente, lo mismo alcanzan a entender que eso de la muerte no les es tan ajeno.

No son, ni mucho menos, los únicos casos en los que jóvenes y menos jóvenes, padres o madres, se ven envueltos de tarde en tarde.

Niños encerrados en casa, o apartados también en una esquina próxima a la discoteca, o al local de copas a dónde van sus padres a solazarse tras las duras jornadas semanales de trabajo. Y mucha suerte tienen si algún otro ciudadano cae en la cuenta de que esos lloros desesperados que se escuchan dentro del vehículo aparcado, o tras las ventanas de la cocina de enfrente, no son precisamente normales y se les ocurre avisar al 112 que, minutos después, descubre el pastel para pasárselo a los servicios sociales de la comunidad para que tomen cartas en el asunto.

La conclusión de estos y otros muchos ejemplos que podríamos traer aquí, es tan evidente como dolorosa. El yo, mi, me, conmigo de muchos de nuestros congéneres llega al punto de obviar, no sólo a los demás ciudadanos (vecinos, compañeros, amigos…), sino incluso a sus propios hijos. A cualquier persona, digamos normal, se le puede olvidar haber cogido las llaves antes de salir de casa, la cartera con todas las tarjetas de crédito en el comercio donde acaba de comprar, no haber realizado en plazo la declaración del IRPF, y otros tantos asuntos de este jaez.

Pero llevar a los chicos al colegio y dejarlos allí antes de emprender viaje a Cádiz, o encerrarlos en casa para ir a tomar unas copas, me parece algo absolutamente incomprensible si, como se debe, uno se convierte en padre para salir de sí mismo y, desde ese mismo momento, dejar de considerarse el centro del universo para hacer que tu vida pase a segundo término y se ponga ya de forma absoluta y sin posibilidad de vuelta atrás, al servicio de los hijos que se supone que has traído al mundo de forma libre, madura y voluntaria. Si no es así, mejor no tener hijos.

José-Miguel Vila

Columnista y crítico teatral

Periodista desde hace más de 4 décadas, ensayista y crítico de Artes Escénicas, José-Miguel Vila ha trabajado en todas las áreas de la comunicación (prensa, agencias, radio, TV y direcciones de comunicación). Es autor de Con otra mirada (2003), Mujeres del mundo (2005), Prostitución: Vidas quebradas (2008), Dios, ahora (2010), Modas infames (2013), Ucrania frente a Putin (2015), Teatro a ciegas (2017), Cuarenta años de cultura en la España democrática 1977/2017 (2017), Del Rey abajo, cualquiera (2018), En primera fila (2020), Antología de soledades (2022), Putin contra Ucrania y Occidente (2022), Sanchismo, mentiras e ingeniería social (2022), y Territorios escénicos (2023)

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