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Finales felices de ayer y de hoy

domingo 16 de abril de 2023, 18:16h

Ya hace tiempo que, desde este acreditado foro, venimos llamando la atención sobre lo mucho que la comunidad china residente en España viene haciendo en pro de la conservación y cuidado de las identidades culturales de los aborígenes hispanos en general y de los madrileños en particular. Recapitulamos y nos extendemos en el asunto.

Aunque la identidad cultural es concepto en permanente evolución dentro de la dialéctica histórica, siempre remite al sentido de pertenencia a una colectividad que se expresa en usos y costumbres, pasiones, rituales y devociones, amén de en manifestaciones públicas como la procesión la romería, la fiesta y el alterne. Respecto a estas dos últimas exteriorizaciones de la noción identitaria, la contribución china en Los Madriles ha sido más que estimable. De un lado, hasta que los bazares orientales no lanzaron una oferta irrechazable de precios irrisorios, el mantón de Manila y el vestido chiné de las chulapas, junto al gabriel y la parpusa de pata de gallo de los manolos, solo los lucían unas pocas decenas de gatos irredentos en las fiestas del patrón San Isidro, en la Pradera, y de San Antonio en el Paseo de la Florida, mientras que a día de hoy y en esas verbenas son cientos de miles los que se arropan con los donosos ternos de identidad castiza. De otro, el referido al alterne, prácticamente los únicos que han conservado la personalidad del foro son los bares regentados por chinos en las periferias capitalinas, donde siguen ofreciendo a la parroquia cosas tan típicas y chipenes como la sangre encebollada o el escabeche tabernario, mientras que sus colegas hispanos se vuelcan en una desquiciada oferta de baos, gyozas, kebabs, tamales, ceviches y empanadas criollas.

Ahora y desde hace algún tiempo, un sector de la comunidad se afana en devolvernos el ritual de un gremio identitario, el pajillero; extinto y casi olvidado aun a pesar de que durante décadas formó parte de la filiación madrileña de los colectivos más desfavorecidos, que en ese lapso eran la inmensa mayoría.

En su novela Galgo corredor, el recientemente desaparecido Fernando Sánchez Dragó, relata, entre otras peripecias, sus andanzas juveniles por los aledaños de la antigua sede universitaria de la madrileña calle ancha de San Bernardo. Habla de un local, el Cinema X, en el que los estudiantes que hacían pellas pasaban la mañana disfrutando de las dobles sesiones y, en algunos casos, de algo más que se ofrecía en las últimas filas del local, para que: ". cualquier pajillera de las que por allí merodeaban se ganase el pan de cada día. No eran, como cabe suponer, beldades ni jovencitas aquellas mujeres más bien jamonas, sino furcias cuarteleras de refajo, faja, michelines por ella contenidos, permanente o pelo cardado y escotada y desparramada pechuga de ubres reventonas. Los estudiantes aflojaban unos reales y aquellas señoras, que por su edad, lo fuesen o no, merecían serlo; hurgaban con pasmosa pulcritud en las excrecencias de la ingle del mozalbete y cumplían en un ziszás, arriba y abajo, abajo y arriba, con la misión que tenían asignada".

Aunque hay que decir que en Madrid, el templo de esta práctica venérea y consuetudinaria fue siempre el Cine Carretas, refugio de macaqueras, que diría un chileno, pero aún más de pajilleros chaperos, porque durante muchos años fue el amparo de una legión de pobres homosexuales que, en la oscuridad del local, trataban de ocultar y satisfacer en alguna medida sus preferencias eróticas. Paradojas de la vida y de la historia, el local se hallaba sito a escasos metros de la Dirección General de Seguridad, donde Juan Antonio González Pacheco, "Billy el Niño", y algunos de sus más desenvueltos compañeros, apalizaban y torturaban, noche sí y noche también, a los en su jerga "maricones y mariquitas", reos de los delitos contemplados en la Ley de Vagos y Maleantes, heredera de la republicana de 1933 y modificada en 1954 por la dictadura franquista para incluir en ella la represión de la homosexualidad.

Recurriendo a otra fuente, en la novela El látigo y la pluma, Fernando Olmeda, periodista, escritor y compañero de viaje editorial en La buena memoria del sello Oberon de la Editorial Anaya, cuenta que el Cine Carretas, que él llama "cuarto oscuro del franquismo", era un espacio en el que: ". al entrar por primera vez se sentía un cierto desasosiego. Golpeaba en la nariz un espeso y rancio olor. (.) en los asientos, labrados y de terciopelo rojo, no faltaban restos acumulados de innumerables eyaculaciones (.) En las filas delanteras, estaban las "pajilleras", y en el pasillo central los "chaperos". Dicen que un parroquiano situado en la última fila se encargaba de bautizar al recién llegado con una felación gratuita". Y añade Fernando que esa zona era conocida como "la lavadora".

Por su parte, el cantautor Joaquín Sabina le dedica una de sus canciones, Juana la Loca, al lugar y circunstancia, cuando algunos sufrientes del colectivo empezaban a revelarse contra la barbarie franquista: "De pronto un día/ pasaste de pensar que pensarían/ si lo supieran/ tu mujer, tus hijos, tu portera, que en el cine Carretas/ una mano de hombre cada noche busca en tu bragueta".

Y todo eso pasó a la historia cuando llegó la democracia, la abolición de leyes cuasi medievales, y la ruina de los cines arrasados por la televisión. Del destino de las pajilleras nada sabemos de cierto, pero seguramente nos tendríamos que poner en lo peor si en la urbe metropolitana no hubieran empezaron a surgir pequeños locales regentados por damas chinas bajo los distintivos comerciales de Nails&Massages/Uñas y Masajes, donde a la distinguida clientela y por un módico precio, las llamadas falangmei ofrecen la posibilidad de concluir la terapéutica friega con un "final feliz", que vendría a ser una reconstrucción lingüística de las mismas faenas de alivio y aliño que el referido gremio brindaba antaño en los cines. En este punto y antes de seguir adelante, convendría detenerse en la voz china para masturbación, zìweì, que literalmente podría traducirse como "coger el avión", onírica alusión a irse o evadirse, lo que le confiere a la cosa un tinte poético a considerar.

Cuento todo esto con la nostalgia del tiempo ido, no exento, eso sí, de un cierto complejo de imperialismo madrileño, que intentaré aquí combatir citando a las pajilleras valencianas del cine Versalles, que ofrecían las gayolas en húmedo o en seco, dependiendo de la utilización de saliva, y que en periodo invernal iban provistas de botella o termo con agua caliente, para tres funciones distintas: calentarse las manos, rociar el miembro del cliente al efecto de estimular la erección y lavarse después de acabado el servicio; y a las cinéfilas barcelonesas, entre las que, siguiendo a Sebastià Sorribas en su libro Barri Xino, es de justicia destacar a Dolores "la murciana" quien, ante una escena dramática en la gran pantalla del cine Monumental y sin dejar de fer la má, se conmovía y rompía a llorar mientras el cliente le reprochaba: "¡Murciana, hòstia, que perds el ritme!".

Sobre el bulo o fake que corre como la pólvora por Internet, a propósito del Cuerpo de Pajilleras del Hospicio de San Juan de Dios creado en Málaga en 1840 y de su aliño con pulseras cascabeleras, hablaremos otro día.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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