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Por quién doblan hoy las hiperbólicas vigas

viernes 14 de enero de 2022, 08:56h

Hace años, entre muchos y muchísimos, que, con cierta periodicidad, contemplo embelesado el puente de Arganda. Desde hace menos, y a raíz de la ampliación de la autovía del Este/A-3 de Valencia a Madrid, paseo el puente orillado, pimpante, accesible y sin riesgos para solaz de los adictos a la memoria, entre los que, con toda modestia, me cuento. Cada vez que vengo de un deambulatorio por el Museo de la Batalla del Jarama, en Morata de Tajuña, aparco el vehículo automóvil y lo recorro a pie con pausa y sosiego para escudriñar los remaches de sus tres tramos de vigas hiperbólicas, unidas en la parte superior por un elegante entramado metálico, y admirar los barandales enhiestos de la balconada que se asoma al cauce del río Jarama.

Maquinalmente, mis sueños en vigilia vuelan hacia aquellos primeros días de febrero de 1937, en los que varios voluntarios le narraban con detalle al novelista Ernest Hemingway la dureza de los combates frente a las bien pertrechadas tropas de la División Reforzada de Madrid, al mando del Teniente General Luis Orgaz Yoldi.

Para los sublevados, la posibilidad de hacerse con el puente suponía estrangular por completo los accesos a la capital sitiada de la que había huido el gobierno republicano para instalarse en Valencia, dejando a su suerte al pueblo de Madrid, precariamente armado, mal alimentado y sin dirección táctica profesional. Para el ejército leal, decisivamente reforzado por unos dos mil quinientos voluntarios llegados desde medio centenar de países de todo el mundo, la caída de ese frente representaba, más que probablemente, el fin de la guerra.

Finalmente, el puente, que finalmente resistió los feroces embates de los golpistas, se convirtió en símbolo de la resistencia popular ante el nazi-fascismo internacional, fue descrito por Hemingway como: “… fino, elegante, elevado y con aspecto de telaraña”. El mismo escritor estadounidense que años más tarde sería galardonado con el Nobel de Literatura lo convirtió en máximo protagonista de su documental Tierra española y después lo situó en el pedestal de la fama mundial en el texto de su novela For Whom the Bells Tolls/ Por quién doblan las campanas, publicada en 1940, que Sam Wood llevó al cine tres años después con Ingrid Bergman y Gary Cooper como protagonistas, y una memorable Katina Paxinou, como actriz secundaria que fue premiada con un Óscar en su categoría. También fue objeto de culto para el documentalista neerlandés Joris Ivens, director de la mítica cinta Tierra de España, en la que colaboraron el mismo Hemingway y el actor y director Orson Wells.

En estos días he vuelto a evocar el puente de Arganda en unas magníficas instantáneas del gran fotógrafo Raúl Montalbán, publicadas en Instagram en la cuenta @paintek, en las que posa la espectacular modelo Diana @dolcenena.didi, quien me participa e informa de que ese paisaje metálico se ha convertido en frecuente plató para otros varios artistas. A mayor deleite, Montalbán me adjunta un apabullante retrato invernal del pontón en dramático blanco y negro.

Todo ello revive en los arcanos de la memoria el camino del arte en el que se convirtió el puente en el invierno de 1936, cuando sobre su entablamento transitaron cerca de dos mil cuadros (361 de ellos pertenecientes al Museo del Prado, y el resto correspondientes al Museo de Arte Moderno, al Palacio Nacional, antes Real, la Academia de San Fernando, el Monasterio de El Escorial y algún otro perteneciente a colecciones particulares) que los mandos e intelectuales republicanos, bajo la dirección del cartelista Josep Renau y el arquitecto José Lino Vaamonde, intentaban poner a salvo de los salvajes bombardeos a los que Madrid era sometido cada día, para que finalmente quedaran custodiados en los silos del Palacio de la Sociedad de Naciones de la ciudad suiza de Ginebra.

Todo aquel tesoro artístico se embaló con mimo, esmero y profesionalidad. Los bastidores de los cuadros se empaquetaron con papel continuo y luego se les aplicó una capa impermeable. Para evitar el movimiento, se sujetaron con listones de madera ignífuga e impermeabilizada, para finalmente introducirlos en 1868 cajas, debidamente precintadas e identificadas, además de convenientemente atornilladas para minimizar los golpes de los amortiguadores de los camiones.

Con todo, al llegar al puente de Arganda se constató que algunos cuadros, como Las Meninas de Diego de Velázquez o La familia de Carlos IV, de Francisco de Goya, superaban la altura de la estructura metálica, por lo que se procedió a montar rodillos en su suelo para poder deslizar las obras embaladas de lado a lado. En otros casos, los operarios ayudados por soldados los portearon brazos en alto vadeando el río, entonces bastante caudaloso. A todas esas dificultades, se añadía la circunstancia de que los expertos habían exigido que la velocidad máxima de los vehículos no superara los veinte kilómetros a la hora. Así, el primer tramo del recorrido de Madrid a Valencia tardó en hacerse treinta y dos horas. Una tarea y aventura titánicas portentosamente narradas en el documental Las cajas españolas, del realizador Alberto Porlán, estrenado en 2004.

La fabulosa expedición, una vez concluida la contienda, regresó a Madrid desde Ginebra en septiembre de 1939, sin que ninguna de las obras hubiera sufrido deterioro o menoscabo alguno.

Y ahora, ochenta y seis años después, el puente de Arganda se vuelve a llenar cada día de arte, seguramente y como decía Pablo Picasso, en un intento de “quitar el polvo de la rutina de nuestras almas”.

Miguel Ángel Almodóvar

Sociólogo y comunicador. Investigador en el CSIC y el CIEMAT. Autor de 21 libros de historia, nutrición y gastronomía. Profesor de sociología en el Grado de Criminología.

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