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La furia del gorila

viernes 30 de noviembre de 2007, 18:47h
Era inevitable. La guerra verbal, de incalculables consecuencias, entre los presidentes Hugo Chávez y Alvaro Uribe era el colofón previsible de un desatino monumental: el haber confiado un asunto tan delicado como una negociación humanitaria a un energúmeno incontrolable como el dictador venezolano. La iniciativa se nutrió de la buena fe de algunos colombianos desesperados por el largo e injusto cautiverio de sus seres queridos en poder de la narcoguerrilla de las FARC. Pero, en el preciso momento en que cayó en las manos de un megalómano como Chávez, se condenó al más estrepitoso fracaso. Ahora sólo resta minimizar las pérdidas y evitar que se vayan de las manos las diferencias entre Colombia, Venezuela y el resto de la región.
 
Colocar a Chávez al frente de un proceso humanitario o de paz, sea el que sea, es como confiarle al lobo el cuidado de las ovejas. Se entiende que el presidente Uribe haya caído en la tentación bajo las presiones naturales de los sufridos parientes de los rehenes de las FARC. Pero ahora le toca enmendar el error haciendo gala de la prudencia que ha distinguido a su gobierno pragmático. Uribe, que ha demostrado madera de estadista en ocasiones difíciles, debería situarse por encima de las bravuconerías de Chávez y abstenerse de responderle en lenguaje solariego. Los buenos gobernantes hablan mejor con sus acciones que con sus palabras.
 
El dictador venezolano era la persona menos indicada para armonizar los intereses del gobierno de Colombia, la narcoguerrilla y los familiares de los cautivos. El narcisismo, el matonismo y la fiebre de petrodólares mantienen a Chávez en pugna perpetua no sólo con otros venezolanos que no piensan como él, sino con el resto de los latinoamericanos que rechazan sus proyectos delirantes o su injerencismo. Desde que asumió la presidencia de Venezuela, Chávez se ha peleado con los líderes de más de una docena de países de América Latina. Y siente especial aversión por aquellos que se empeñan en gobernar democráticamente y abandonar el poder al final de sus períodos constitucionales, como el peruano Alejandro Toledo, el mexicano Vicente Fox y el chileno Ricardo Lagos.
 
En el diálogo humanitario el gobierno colombiano buscaba la liberación de 49 rehenes, en su mayoría civiles inocentes. La narcoguerrilla, la excarcelación de 500 militantes. Pero Chávez sólo buscaba protagonismo, aumentar a sus propios ojos, y en los ojos de los latinoamericanos, su imagen de gestor de grandes proyectos continentales. Sus previas iniciativas han fracasado o se han mediatizado: la OTAS u Organización del Tratado del Atlántico Sur, que quiso oponer a la OTAN; el ALBA o Alternativa Bolivariana para América Latina y el Caribe, que ofreció como alternativa al ALCA; los Encuentros de Solidaridad con la Revolución Bolivariana; el Congreso Bolivariano de los Pueblos; TELESUR. Chávez necesitaba lucirse en el caso colombiano y, de paso, colocar a la narcogurrilla, con la que tiene muchas afinidades, en el camino hacia un proceso electoral que está dispuesto a auspiciar. De ahí su furibunda respuesta a la decisión del presidente Uribe de retirarlo como mediador porque dialogó por su cuenta con el jefe de las fueras armadas colombianas.
 
Como demostrará el referendo del dos de diciembre, los venezolanos demócratas ya no saben cómo van a deshacerse del tirano que los asfixia cada día más. Los demócratas del resto de Latinoamérica, en cambio, todavía están a tiempo de frustrar sus ambiciones expansionistas. Pero no será fácil mientras algunos dirigentes continúen dejándose sobornar por los petrodólares o amedrentar por la capacidad de Chávez de armarles camorra en casa.
 
Lo inteligente sería mantenerlo a raya y dejar que él mismo continúe aislándose, con sus desmanes y exabruptos, de la comunidad de naciones civilizadas. Esa es una importante lección que se desprende de la ruidosa ruptura entre el presidente colombiano y el gorila venezolano.
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