Los regímenes demagogos deben su ascenso a las frustraciones y peores instintos de la gente
Recientemente circulan en internet fotos inéditas de las élites del Tercer Reich. En ellas se ve a Hitler y a sus principales secuaces en actitudes prepotentes, al parecer invencibles: rodeados de aplausos, en la cúspide de su popularidad.
Lo que impacta es lo poco que duró aquello. Y resulta que los regímenes demagogos e irresponsables deben su ascenso a las frustraciones y peores instintos de la gente. Son oportunistas que protagonizan -de principio a fin- una permanente huida hacia adelante. Alardean fuerzas imbatibles pero tienen los pies de barro.
Sus argumentos fundamentales son mentiras o medias verdades.
Un pilar característico de sus regímenes es lo que Karl Marx denomina "lumpen"; en alemán, "mendigos": estrato inferior al proletariado, que sobrevive en precarias condiciones marginales, compuesto de trabajadores ocasionales, derelictos y delincuentes de diversa ralea. Es una masa amorfa e incoherente que sólo responde a la última dádiva que recibe.
Los gobiernos serios buscan su superación; los demagogos los transforman en arma.
Utilizan esa mazamorra - que no tiene nada que perder- para agredir y amedrentar a los opositores. Carente de conciencia cívica o ideales, apenas sirve para hacer bulto en actos masivos, o para cometer actos de vandalismo social cuando se sienten guapos y apoyados. Aparecen como zamuros ante la debilidad ajena y se esfuman ante el menor indicio de peligro.
En regímenes profundamente irresponsables, las fuerzas armadas se subordinan a la acción destructiva de ese "lumpen", sirviendo de escudo cuando no de accesorio a sus abusos y atropellos. La lealtad de tales instituciones es tan precaria como la de cualquier gavilla de asaltantes. El cambio de casaca queda siempre a la vuelta de la esquina.
Sobre esas bases de arena se monta aquello que pomposamente llaman "gobiernos", dominados por adulantes mercenarios de diferente pelaje, cuyo rasgo más persistente es la vocación de rapiña encubierta con un ligero barniz ideológico: su consistencia no pasa del disfraz con el color partidista decretado por el caudillo turno.
Hay casos excepcionales como Cuba: que así se inició para convertirse luego en complejo aparato represivo: diseñado en Europa Oriental y preservado -como enfermo en coma- con el respirador artificial de sucesivos subsidios externos.
Pero sus cantinflescos remedos - ineptos hasta para la represión- quedan inexorablemente condenados a hundirse en sus propias inconsistencias y cuando menos se le espere. Colapsan solos, apenas dejando atrás el daño que han hecho.
antonio a. herrera-vaillant