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Plan Bolonia y brutalidad policial

viernes 03 de abril de 2009, 11:00h

Son anécdotas, pero también son un clima, síntomas que deben inquietarnos respecto a la progresiva degradación de nuestra convivencia en estos últimos años, rompiendo una trayectoria positiva que se extendió desde el inicio de la transición hasta hace bien poco. Son síntomas sin color político concreto, aunque es inevitable que señalen hacia quienes, cuando se producen, tienen la responsabilidad de la autoridad.

Son, por ejemplo, esas imágenes tremendas de la desmedida violencia policial contra los estudiantes que se oponen a un proyecto, el llamado Plan Bolonia, que está inevitablemente llamado al fracaso en su intento –permítaseme la expresión por la precisión de la misma– repugnante de mercantilizar al límite lo que debiera ser el gran empeño social y cultural de cualquier sociedad moderna, y que la propaganda quiere presentar como un proyecto europeo cuando no es más que una maniobra, que sería letal para el conocimiento en Europa si saliera adelante, de unos pocos y los peores, los que quieren mercantilizar hasta la cultura.

Admiro intensamente a esos estudiantes catalanes y de otras partes de España que, en brillante paradoja intelectual, intentan encerrarse en los rectorados para proclamar la libertad y la cultura contra la infamia del llamado Plan Bolonia. Han recuperado aquella vieja definición de los años sesenta y setenta: “Ser libres es, primero, conocer los límites de la prisión en que se vive, solo después romper sus muros”, hijos probablemente de los que, en aquellos tiempos, se unían a profesores insignes e inolvidables, como Tierno Galván, Aranguren y algunos otros, hombres libres y grandes intelectuales y maestros, para gritar sin miedo, una y otra vez, “¡Diguen no!” y eran igualmente perseguidos y apaleados por la brutalidad policial, pero ahora con un factor más desmoralizador, ciertamente terrible. Porque la policía que apaleaba a los profesores y estudiantes de los años sesenta y setenta era la policía de una dictadura, pero ¿cómo es posible que esto pueda suceder en una democracia?

No es suficiente con el cese del jefe de la policía autonómica de Catalunya. Por decencia cívica, por moral democrática, por autoestima del Parlament de Catalunya, el responsable político, esto es, el Conseller de Interior de la Generalitat, debiera ser censurado y cesado, y el Govern debiera pedir públicas excusas a los estudiantes y a toda la sociedad libre. Así lo creo, sin acritud pero con honda sinceridad. 

Están grabados por las cámaras fotográficas y de televisión. Es un imperativo de salud pública que, personalmente, todos y cada uno de los agentes implicados en esas agresiones brutales a estudiantes que ejercían su legítimo y democrático derecho a la protesta -en esta ocasión, además, sobrados de razones–, simples ciudadanos que tuvieron la mala suerte de pasar por allí e incluso periodistas que acudieron en el ejercicio profesional del derecho a la información que la Constitución proclama como esencial, sean expulsados irreversiblemente de la Policía, y no diré, precisamente por lo distinta que es la democracia, que sus rostros sean conocidos para la vindicta pública. No les salva la obediencia debida, porque nadie está obligado a cumplir órdenes brutales e injustas, seguramente ilegales. Y por supuesto, igualmente los responsables policiales y políticos que les ordenasen semejante actuación, impropia de un país moderno y civilizado.

Esto no es banal. Es una vez más el problema del huevo de la serpiente. Si la sociedad libre no reacciona cuando aún es tiempo, llegará el momento en que alguien pretenda excusarse como aquel ministro de Justicia nazi en la inolvidable película JUICIO EN NUREMBERG, cuando dice: “Yo nunca pensé que aquello llegaría a ser lo que fue”, y recibe la admirable respuesta del presidente del Tribunal que le juzga: “Aquello llegó a ser lo que fue desde el primer día que usted condenó a un inocente, sabiendo que lo era”. Es necesario y urgente que los policías sepan que el uniforme no es una patente de corso, ni siquiera una eximente, sino que debiera ser –y con toda evidencia, ahora no lo es- una carga adicional de responsabilidad. 

Cuando, en aquella Universidad española de los años sesenta, alguien quiso llamar la atención al Dictador sobre la mala imagen internacional que daban a España las cargas policiales contra profesores y estudiantes, un ministro que no citaré se quiso justificar con una frase que trascendió y ha quedado para la memoria histórica: “¡Pero si es que hasta piden libertad! ¡Qué c… libertad!

Que nadie vea acritud en estas líneas. En absoluto. Responden sólo a la profunda convicción de que la historia debiera servirnos para no volver a repetirla. Y desde luego para reclamar un debate nacional abierto sobre el llamado Plan Bolonia, porque seguramente les sobran razón a profesores y alumnos para oponerse a esa visión mercantilista, profundamente restrictiva, degradante y totalitaria, de la Universidad. Las Universidades son, en su grandeza de diversidad y libertad, de las mejores instituciones que tiene Europa. Hay que salvar el espíritu y la calidad de las Universidades españolas del Plan Bolonia. La razonable y razonada oposición de muchos profesores y de casi todos los estudiantes debe ser asumida por el conjunto de la sociedad española, por cuantos quieren seguir sintiendo la Universidad como el alma mater de un sociedad libre de ciudadanos cultos y libres. Ya es sintomático que el nefasto Plan Bolonia nos haya devuelto escenas de brutalidad policial que creíamos olvidadas en el tiempo.
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