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El Rajoy inicial y el de luego

viernes 20 de abril de 2007, 08:18h
Inevitable comparar la intervención de Rajoy con la de Zapatero en el programa “Tengo una pregunta para usted”, de TVE. Me reafirmo en que la mayor parte de la gente seleccionada para interrogar al político de turno lo hace bastante bien, mejor en ocasiones que los periodistas (véase la entrevista en Antena 3 al presidente del Gobierno, el pasado martes), que andamos siempre con los mismos tópicos a vueltas. En conversación de pasillos con los reporteros del Congreso, Rajoy había admitido, días atrás, que lo que más le preocupaba era que en el programa televisivo de marras alguien le preguntase por su sueldo. “Pues diles que ganas menos que Zapatero”, sugirió una informadora. “Ya; lo peor es que gano bastante más”, se apesadumbró el presidente del PP.

Pues eso: se confirma que acaba ocurriéndote siempre lo que más temes. Una mujer evidentemente humilde, que se había lamentado de tener apenas 300 euros de pensión, preguntó a Rajoy cuánto ganaba él al mes. La respuesta fue mala, por lo inconcreta, por lo culpable. Parece mentira que ya la esperase y la temiese. Pero es el sino de nuestros dirigentes políticos: tienen tan escaso contacto con la calle ‘de verdad’ que se amilanan ante cualquier cuestión que evidencia las distancias entre ellos y esas gentes que cobran pensiones ridículas o esos jóvenes condenados al mileurismo hasta pasados los treinta. Le pasó, claro, a Zapatero cuando un chaval de diecinueve años le interrogó cómo era posible que él no pudiese acceder a una vivienda, y el presidente no fue capaz de responderle que, a los diecinueve años, nadie en ninguna parte del mundo puede normalmente comprarse una vivienda. Y le ocurrió, claro, a Rajoy con lo de su sueldo mensual.

Pero debo reconocer, dicho lo dicho, que no me pareció del todo mal el Rajoy que vimos en TVE en esta noche de jueves. Y ello, pese a que salió nervioso como un colegial en día de examen, trabucándose en las palabras, hablando demasiado aprisa -que era, precisamente, lo que sus asesores le habían dicho que no hiciese-. Pero luego fue recobrando el aplomo, aunque en ningún momento esgrimió su famosa coña gallega, quizá porque el auditorio, pensaba él, pedía otra cosa. Lo malo y lo mejor de Mariano Rajoy es que se le notan las hechuras; uno piensa a veces que es como si uno mismo tuviera que pasar por el trance de enfrentarse de pie, en un decorado pensado por los enemigos, a un centenar de personas en presencia y a seis millones a través de la pequeña pantalla, debiendo responder brillantemente al escrutinio acerca de todo lo imaginable.

Y, claro, a Rajoy, y a Zapatero, que es más dado a la mercadotecnia de la imagen y habla de tú a esos del ‘club de los cien’, a los que tiene el cuajo de invitar, además, a La Moncloa, no se les puede pedir que sepan de todo. Rajoy, al menos, lo confiesa, no como algunos tertulianos radiofónicos. Y siempre estás esperando que suelte un taco en medio de su discurso; no sería la primera vez, por cierto. Incluso el repeinado con el que emergió de la sala de maquillaje, los ojos de susto, nos lo acercaban; esa excesiva seguridad que habitualmente reciben nuestros políticos nos alejan -a mí, al menos, me ocurre- de ellos. Y a Rajoy, ya digo, se le nota todo, lo cual no es necesariamente malo, ya digo.
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